Los nombres de la metafísica:
ética y virtud, valor y moral*
Aldo Guarneros**
Recepción: 21 de marzo de 2025
Aprobación: 11 de abril de 2025
Resumen. Guarneros, Aldo. Los nombres de la metafísica: ética y virtud, valor y moral. En este artículo analizo el sentido que los conceptos capitales de valor y virtud han tenido en la ética, así como su significado metafísico. Dado que el interés de la filosofía actual por el valor desplaza la pregunta por la virtud, desarrollo cómo se llevó a cabo históricamente ese desplazamiento y, por tanto, cuáles son las semejanzas y diferencias entre ambos conceptos. La apertura de la filosofía que logre divisarse gracias al análisis de la virtud —en contraste con las dificultades restrictivas implícitas en el concepto de valor— permitirá comprender que la reflexión filosófica sobre el habitar humano se lleva a cabo más allá de la simple moral y que corresponde a la ética como condición de posibilidad de toda moralidad particular.
Palabras clave: filosofía práctica, valoración, virtud, fuerza, excelencia, habitar.
Abstract. Guarneros, Aldo. The Names of Metaphysics: Ethics and Virtue, Value and Morality. In this article I analyze the meaning that the key concepts of value and virtue have had in ethics, as well as their metaphysical meaning. Given that current philosophy’s interest in value has displaced the question of virtue, I took at how this displacement took place historically and, consequently, at the similarities and differences between the two concepts. The openness of philosophy that can be discerned thanks to the analysis of virtue —as opposed to the restrictive difficulties implicit in the concept of value— will serve to show that philosophical reflection about human inhabitation occurs beyond simple morality and that it is up to ethics to provide the condition of possibility for any specific morality.
Key words: practical philosophy, valuation, virtue, strength, excellence, inhabitation.
* Artículo escrito con el apoyo de una beca de la Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación para realizar una estancia posdoctoral con el proyecto titulado “Metafísica del habitar ético–político”.
** Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente, desarrolla una estancia de investigación posdoctoral en la misma institución. aldoguarneros@yahoo.com
Con el fin de aportar a este dossier me interesa meditar sobre una de las dificultades esenciales de la ética, derivada de su historicidad y reflejada en las numerosas posturas actuales en las que se reúnen tesis fundamentales de la tradición, a saber, que la moral, debido a la relatividad y circunstancialidad en que se la vive, dificulta la determinación universal de fundamentos o principios éticos. La universalidad sería sólo la aspiración metafísica de la ética, para la cual la filosofía tiene cada vez menos disposición. Por eso, en contraste con una tradición en la que la relación entre ética y metafísica era fundamental para inquirir principios primeros, los siglos recientes dudan de esa relación, asumiendo que esta última impone principios a modo de valores morales que desbordan superlativamente la experiencia y carecen de aplicación.
Sin embargo, cabe replantear la interconexión de la metafísica con las meditaciones englobadas en la noción de filosofía práctica y desglosadas como ética y virtud, valor y moral, ya que, si bien el ser humano vive, experimenta, reflexiona, produce y crea en un determinado contexto histórico, la historia exhibe articulaciones y continuidad transformadora entre sociedades, lo cual sugiere una unidad que atraviesa las costumbres particulares. En otras palabras, si bien la relatividad de la moral es innegable, al estar fundada en valoraciones subjetivas, no resulta evidente de suyo que el valor moral tenga el mismo sentido que la virtud ética como fundamento del habitar en sociedad.
Sin ser evidente de suyo la equivalencia entre virtud y valor, ni entre ética y moral, la pregunta fundamental de este artículo girará en torno a su relación y diferencia. Dado el carácter histórico de la pregunta, examinaré su despliegue en la tradición. Si bien semejante estrategia impide profundizar en un pensador o una corriente, ofrece un hilo conductor para subsecuentes tematizaciones. Procederé en cuatro momentos. Advierto, en primer lugar, que el lenguaje de la filosofía actual no sólo vuelve capital la noción de valor, sino que la destaca por encima de la virtud, y expongo, en segundo lugar, de dónde proviene esa primacía del valor según sus orígenes. Ello pondrá de manifiesto un sentido de la metafísica que da razón de su rechazo. Mas, siendo posible comprender otra idea de metafísica desde la ética y la virtud, que expresa una amplitud de sentido, analizo, en un tercer momento, las razones históricas por las cuales el concepto de virtud se confunde con el de valor y en qué consiste su diferencia. Concluyo, en cuarto lugar, reafirmando a la ética como estancia o habitar que abre la reflexión metafísica, la cual no sólo es asunto del pasado, sino de la filosofía presente y futura.
Moral y valoración
Mientras que la filosofía se sirvió durante varios siglos del concepto de virtud al meditar el fundamento del comportamiento humano, la filosofía más reciente privilegia la idea de valor. En ocasiones virtud y valor se toman como sinónimos; en otras, se enfoca en el último, haciendo caso omiso de la primera. John Mackie, por ejemplo, sostiene con su relativismo ético la inexistencia de valores objetivos, sin preocuparse de las virtudes. Anticipa posibles reacciones adversas del lector ante su tesis (que escandalice, que se la tenga por trivial o que sea irrelevante por tratar de un asunto irreal),1 pero no se le ocurre pensar que lo controvertido radicaría en haberse expresado sobre la virtud de la misma manera que sobre el valor. Quizá, no obstante, esa precisión importa poco en la época actual, que hace depender la moralidad de “inculcar valores” nacionales, religiosos o familiares. No es de extrañar que una de las tendencias —que no hunde raíces demasiado lejos en la tradición— sea la axiología o teoría de los valores, explorada por diversas corrientes.2 Estas teorías no sólo se consagran a delimitar el bien y el mal en su sentido valorativo, sino que hacen de la vida humana en su conjunto un asunto de valor, tal como en tiempos recientes lo han hecho Christine Korsgaard, desde la deontología, o Thomas Scanlon, con vistas al contractualismo. En efecto, para Korsgaard el deber se fundamenta en el valor, dado que “nada puede ser normativo a menos que asintamos a nuestra propia naturaleza, a menos que nos otorguemos un valor”;3 no en el sentido de que el humano valore accidentalmente su ser “invaluable”, sino en tanto que “valorarse a sí mismo es […] su naturaleza. Decir que la vida es un valor es casi una tautología […] la moralidad es simplemente la forma que toma la vida humana”.4 Scanlon, de manera semejante, intuye, a la base de su ética, que “la idea de valorar la vida humana y la de respetar los propios deberes y los derechos de otra gente deben estar estrechamente unidas, si es que no son lo mismo”.5 Este fundamento valorativo del neo–contractualismo da un paso más allá del contractualismo clásico fundado en hacer valer la legitimidad del contrato, convirtiendo la valoración no sólo en un asunto de la legalidad convenida, sino del humano en cuanto tal. A causa de la determinación valorativa de la vida, puede incluso proponerse la relatividad de su valor, como lo hace Peter Singer desde una perspectiva utilitarista, pues establecer que “el valor de la vida humana varía”,6 ofreciendo así un “nuevo mandamiento”, no hace sino reiterar la idea de que la vida depende de la evaluación que hacemos del individuo según su conciencia y capacidad para interactuar o decidir, otorgando así valía en los términos de “consideración y respeto”.7
Ahora bien, un fenómeno más sintomático de las teorías valorativas es que la virtud ética se explique mediante el valor moral. Varias propuestas conciben el valor como la meta para la cual la virtud sólo es un medio. Piénsese en la fenomenología de Max Scheler o, previo a él, en el intuicionismo de George Edward Moore. La ética material de Scheler tiene su fundamento en el valor en tanto realidad y objetividad, porque “lo que lleva en sí el valor material ‘bueno’ y ‘malo’ es la ‘persona’, el ser mismo de la persona”; por lo cual “‘bueno’ y ‘malo’ son valores personales”.8 Desde ese fundamento puede hablarse, según Scheler, de “los valores de la virtud”.9 Ello implica que el valor da cuenta del deber–ser, mientras que la virtud es una dirección, esto es, el poder o la capacidad por la que lo debido es podido.10 La virtud no es algo en sí, sino algo para el valor. También Moore niega el ser en sí de la virtud al enfocar su análisis en “la cuestión de si las disposiciones y acciones consideradas por lo común […] como virtudes o deberes, son buenas en sí, si tienen valor intrínseco”.11 Concluye que no lo tienen “en tanto que son disposiciones generalmente valiosas como medios”.12 En otras palabras, una virtud “generalmente no tiene valor en sí y, cuando lo tiene, está lejos de ser lo único bueno o el mejor de los bienes”.13 Esa dinámica (que el valor sea medida de todas las virtudes) cobra tal influencia que penetra incluso en reflexiones consagradas específicamente a la virtud. Así, la ética de la virtud de Alasdair MacIntyre sostiene que en la historia “las virtudes se valoran y redefinen”.14 La razón por la que su ética se apega a Aristóteles es que “vincula valoración y explicación”.15 En la medida en que “la moral que no es moral de una sociedad en particular no se encuentra en ninguna parte”,16 la adscripción a la moral del caso hace de las virtudes materia de valoración. MacIntyre concluye su obra valorando el empeño de una vida consagrada a la virtud: “el ejercicio de las virtudes no sólo es valioso en sí mismo […] sino que tiene más sentido y propósito, y en realidad al captar ese sentido y propósito llegamos a valorar en principio las virtudes”.17
Esta muestra más o menos representativa de los últimos siglos, no exhaustiva ni detallada, ilustra que la filosofía actual exalta el valor antes que la virtud, a tal grado que ésta debe justificarse en razón de su apreciación valorativa, haciendo que la propia filosofía práctica, en general, se sienta impelida a justificar su utilidad. Las discusiones recientes versan, por tanto, en torno a la unidad o escisión, y sobre la objetividad o subjetividad de los valores —sea que ello se interprete como equivalente a una discusión en torno a la virtud o sea que pretenda suplantar la pregunta por ella—, de suerte que el cambio de lenguaje representa no sólo un viraje o “actualización” de los conceptos fundamentales, sino también un desplazamiento mediante el cual la valoración restringe la virtud, independientemente de la determinación que ella adquiera. Pues un valor siempre es, precisamente, determinación y, por consiguiente, expresa una valuación que, aunque cambiante, responde a patrones, costumbres, usanzas, inclinaciones o preceptos de la morada histórica que se habita, esto es, la moral dominante en la que se nace. Tener que justificar el valor de la virtud o el de la filosofía práctica en general implica que se teme su posible “devaluación” que, aun cuando no se acepte de facto, se considera factible.
Lo anterior no sorprende dada la esencia del valor. El término latino valeo, al igual que la raíz proto–germánica werþaz —de la cual derivan las nociones worth, en inglés, o Wert, en alemán—, indican la determinación cuantitativa de intercambio o la estimación subjetiva sobre algo, implicando, así, el precio y la utilidad en un contexto dado. La advertencia de la filosofía sobre la dificultad de su pretensión universal en la reflexión sobre los valores es atinada, pero mal planteada, porque la naturaleza de los valores es parcializante por sí misma. Como señala Heidegger en su Carta sobre el humanismo, “al designar a algo como ‘valor’ se está privando precisamente a lo así valorado de su importancia [Würde]. Esto significa que, mediante la estimación de algo como valor, lo valorado sólo es admitido como mero objeto de la estima del hombre”.18 Se requiere, pues, la pregunta por la condición de posibilidad de las determinaciones valorativas de la moral. Ahora bien, esa condición de posibilidad no puede consistir en un valor moral extraído de la historia ni depender de una teoría que pretenda la parcialidad de su aplicación, porque sería entonces una condición incapaz de dar razón de su unidad histórica. En cambio, comprender los orígenes de los valores puede ayudar a orientar el modo de concebir tal condición de posibilidad. ¿Cuáles son?
Orígenes de los valores
Hablar de orígenes puede referirse a los orígenes históricos —que abordaré en el siguiente apartado— o —como haré en éste— a los ontológicos. Estos últimos llaman la atención porque, si bien el valor moral parece algo dado en la existencia cotidiana, a partir del siglo xix hay tendencia a determinar orígenes “extra–morales” que muestran que la aplicación moral de los valores es problemática.
Al respecto, Nietzsche es un referente ineludible. Él interpreta la tradición filosófica en su conjunto según valores que se desarrollan y tergiversan históricamente. La genealogía —histórica y ontológica— que practica se desarrolla sin cuestionar diferencia alguna entre Wert y Tugend (valor y virtud). Piénsese en el capítulo “De los virtuosos” en Así habló Zaratustra.19 Ahí critica que los virtuosos simplemente se preocupan por la remuneración y permite ver que su idea de virtud es valorativa, ya que éstos la interpretan a partir de patrones subjetivos como sufrimiento, inacción del vicio, negación absoluta del propio ser, negación relativa de la carga de la propia existencia, comportamiento mecánico, venganza o, en fin, la incapacidad para ver correctamente. En el simple ver, de hecho, yace para Nietzsche la primera consideración valorativa sobre la virtud, si es que, como afirma, los griegos pensaban “que los ojos de los dioses continuaban contemplando la lucha moral [pues] la virtud sin testigos era algo completamente impensable para aquel pueblo de actores”.20
El problema capital de Nietzsche en torno a la moral es el siguiente: “¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malvado?, ¿y qué valor tienen ellos mismos?”.21 Desde luego, le resulta claro “que estas ideas de ‘bueno’ y ‘malo’ no tienen sentido más que en relación con el pensar de los hombres”.22 En todo caso, los valores tienen primacía sobre las virtudes porque a éstas las determinan aquéllos; y, además, los valores se determinan a sí mismos en completa relatividad: “Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original”.23 El valor que adquieren los juicios de valor es, pues, resultado del impulso de dominio como voluntad de poder manifiesta en todos; incluso en aquella “voluntad de los enfermos de representar una forma cualquiera de superioridad [y] su instinto para encontrar caminos tortuosos que conduzcan a una tiranía sobre los sanos, —¡en qué lugar no se encuentra esa voluntad de poder precisamente de los más débiles!”.24 El origen de los valores depende del impulso de la voluntad que posibilita su transvaloración histórica. Pero, en última instancia, el origen es un error metafísico imperante desde la Antigüedad: la idea del bien expuesta por Platón.
Nietzsche se sirve de Zaratustra para criticar esa tradición porque él fue el primer moralista y, por tanto, ha de ser el último. Sin embargo, con ello Nietzsche perpetúa o, en realidad, inaugura una forma de filosofía moral, aun cuando la transvaloración de los valores pretendía abrir un camino diferente. Así lo sugiere al menos la manera en la que Zaratustra reformula el sentido no únicamente del valor, sino de la virtud en cuanto tal: “Que vuestra virtud sea vuestro sí mismo y no algo extraño, una piel, un manto”.25 Este “sí mismo”, el cuerpo, de donde surge en rigor la razón supuestamente pura, da señas de una originalidad radical: “si tienes una virtud, y esa virtud es la tuya, entonces no la tienes en común con nadie […]. Una virtud terrena es la que yo amo: en ella hay poca inteligencia, y lo que menos hay es la razón de todos”.26 No obstante, esta intuición no es ulteriormente explorada por Nietzsche al enfocar sus esfuerzos en la transvaloración con la que los valores giran sobre su propio eje.
Otros análisis dan cuenta de una dinámica interna semejante, aunque proveniente de otras fuentes. Piénsese en la valoración como resultado de la estructura subjetiva del proceso psíquico examinado por Freud. Al dar razón del ideal o superyó que surge del yo, Freud establece la fuente de la conciencia moral y del imperativo categórico, pues el superyó constituye la advertencia y prohibición de lo que el yo debe y no debe ser.27 En su oposición al mundo exterior o real del yo, el superyó domina desde el mundo interior del ideal como “expresión de los impulsos más poderosos del ello y de los más importantes destinos de su libido”.28 Se presenta, pues, una sublimación: cuando “los impulsos sexuales […] son desviados de sus fines propios y dirigidos a fines más elevados socialmente, faltos ya de todo carácter sexual”,29 cuyo “resultado será óptimo si se sabe acrecentar el placer del trabajo psíquico e intelectual”.30 En esto se fundamenta la religión y la ética, esto es, la normatividad moral: “El súper–yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están comprendidas en el concepto de la ética. En todas las épocas se dio el mayor valor a estos sistemas éticos, como si precisamente ellos hubieran de colmar las máximas esperanzas”.31 Dado que el superyó expresa los impulsos del ello, del inconsciente, “aquello que en la vida psíquica individual ha pertenecido a lo más bajo es convertido por la formación del ideal en lo más elevado del alma humana, conforme siempre a nuestra escala de valores”.32 Así, la valoración no surge de lo alto, sino de los impulsos psíquicos “groseros”.
Fueron, sobre todo, Marx y Engels quienes llevaron hasta sus últimas consecuencias la influencia de la valoración sobre la moralidad según sus orígenes radicales. Efectivamente, con sus nociones de valor de uso y valor de cambio explicitaron mejor que nadie el sentido original del acto de valorar, exponiendo una dinámica imperante en la historia que sacude por completo cualquier establecimiento de una ética, pues el paso de lo cualitativo a lo cuantitativo en la mercancía tiene consecuencias semejantes para el trato social. Si la mercancía cuenta con una cualidad, “la de ser producto de trabajo”,33 esa cualidad —la objetivación del trabajo humano— es cuantificable porque “lo que determina la magnitud de valor de un bien es sólo la cantidad de trabajo socialmente necesario o el tiempo realmente necesario para producirlo”.34 A ello corresponde el valor de cambio, es decir, “la relación cuantitativa o la proporción en que valores de uso de una clase se cambian por valores de uso de otra”.35 Fundamental en este proceso es que lo cuantitativo impera sobre lo cualitativo, pues la utilidad de la mercancía en la sociedad no se establece gratuitamente: “El valor de uso no es, ni mucho menos, algo [que se ame por sí mismo] en la producción de mercancías. Si se producen, en general, valores de uso es, sencillamente, porque éstos son el sustrato material del valor de cambio, aquello en que toma cuerpo el valor”.36 Esto abre paso a la posibilidad de la valorización en la que el capitalista busca producir “una mercancía que valga más que la suma de valor de las mercancías requeridas para producirla […]. No se propone producir solamente un valor de uso […] sino un valor, y además del valor, la plusvalía correspondiente”,37 cosa imposible para el obrero. Ese cambio de lo cualitativo a lo cuantitativo es, como tal, el tipo de relación humana de las sociedades históricas, que “ha disuelto la dignidad humana [persönliche Würde] en el valor de cambio y ha sustituido las libertades garantizadas y legalmente adquiridas por la única libertad, la libertad de comercio sin escrúpulos”.38 Consecuentemente, la noción de moral, según la valorización, no es más que la forma de dominio espiritual derivada del dominio material, al punto de que “las leyes, la moral, la religión son […] prejuicios burgueses, bajo los cuales se esconden otros tantos intereses burgueses”,39 y el principal de ellos es la explotación.
Desde esta perspectiva, la idea de valor expresa formas de poder como dominio sobre el otro, cuyo éxito requiere la debilidad de ese alter ego.40 Advertir esto debería bastar para cuidarse de la noción de valor no sólo en filosofía, sino incluso en la vida cotidiana, toda vez que se enseñan valores supuestamente universales y dominantes, inculcados por los progenitores, idealizados por la cultura y explotados por los sistemas educativos. Es asunto de cuidado, además, porque el fracaso de la universalización del valor resulta en la anulación de la validez moral, extendiéndose a la falta de sentido de la ética, tal como lo tematiza, por ejemplo, Wittgenstein. En efecto, asumiendo sin más que la ética trata sobre lo valioso, no en sentido relativo, sino absoluto,41 Wittgenstein se dirige al lenguaje como núcleo esencial de su análisis. Qué valores tienen las proposiciones es cosa sencilla de responder según los límites que el lenguaje establece. Los pensamientos se expresan en proposiciones con sentido42 que descansan sobre la figura lógica, que “figura la realidad en la medida en que representa una posibilidad del darse y no darse efectivos de estados de cosas”.43 Estos estados de cosas o circunstancias son los hechos, a los que Wittgenstein denomina “el caso”, es decir, “el mundo”. Las proposiciones, así, tienen sentido en tanto que describen eso que acaece en el mundo, los estados de cosas, y en ellas la “verdad o falsedad consiste en el acuerdo o desacuerdo de su sentido con la realidad”.44 Consecuentemente, “todas las proposiciones valen lo mismo”.45 Esto puede significar que no tienen valor alguno o que, de tenerlo, sería sólo el de los valores lógicos de verdadero y falso, con los cuales el lenguaje posee, a lo mucho, el valor relativo de describir estados de cosas dentro del mundo. La ética, en cambio, “surge del deseo de decir algo sobre el sentido último de la vida, sobre lo absolutamente bueno, lo absolutamente valioso”.46 Ella requeriría, entonces, decir algo sobre el sentido del mundo en su totalidad, en la medida en la que “el bien absoluto, si es un estado de cosas descriptible, sería aquel que [cualquiera], independiente de sus gustos e inclinaciones, realizaría necesariamente”.47 No obstante, el sentido o la dirección del mundo tendría que apuntar hacia algo más allá de él: “El sentido del mundo tiene que residir fuera de él. En el mundo todo es como es y todo sucede como sucede; en él no hay valor alguno, y si lo hubiera carecería de valor”; es decir, carecería de valor absoluto, ya que “todo suceder y ser–así son casuales”.48 Las proposiciones éticas son empleos malogrados del lenguaje al pretender decir algo más alto,49 más allá del mundo y del lenguaje significativo, algo “sobrenatural”.50
En resumen, los orígenes ontológicos de los valores son genealógicos, psicológicos, económicos o lingüísticos en términos lógicos, de modo tal que implican la relativización de su sentido como fundamento, ya que resultan de operaciones en las que la imposición de ideales apunta a una aspiración irreal: sea por la tergiversación de valores tradicionales, sea por la represión de los impulsos sexuales, sea por abuso de la explotación, sea por mal uso del lenguaje. Los orígenes de los valores se revelan, entonces, como meta–mundanos, meta–psicológicos, meta–materiales y meta–lógicos. En pocas palabras: se revelan como metafísicos.
De ese modo, valor y moral se vuelven nombres de la metafísica. Sólo que la nombran dándole un sentido peyorativo, ya que los valores morales se toman por medida de todas las cosas a partir de ciertas ideas impositivas de racionalidad y de principios absolutos carentes de contenido, al ser extraídas de otras fuentes. La metafísica, según ello, trata sobre prejuicios denominados razón y absoluto. Puede ser, no obstante, que ese prejuicio, lejos de surgir de la metafísica, le haya sido impuesto. Me refiero a que los juicios de valor, supuestamente propios de su quehacer, implican el pre–juicio de que el valor moral —y no la virtud— es aquello a lo que la metafísica y la ética limitan su labor. Las explicaciones del origen del valor llevan a cabo una valoración del μετά de la metafísica, interpretándola como pensamiento allende lo real y fuera de la existencia relativa. Semejante valoración pretende establecer una respuesta sobre cuál sea el sentido de la metafísica, con la finalidad de encerrarla en su propio ámbito, uno generalmente entendido como ajeno al mundo. Sin embargo, con este supuesto se elude la pregunta por lo que sea la metafísica más allá de los valores; pregunta que ha de ir más allá de los prejuicios. En ese mismo sentido, si bien la noción de valor considera la virtud de un modo tal que la define como algo dado, acotado y agotado, según los límites de sus orígenes, en rigor, la virtud involucra la posibilidad de una apertura que habrá de examinarse a continuación. Pero, dado que la filosofía no inventa ex nihilo la confusión entre virtud y valor únicamente a partir del siglo xix, comprender su diferencia requiere explicitar la causa de su confusión.
Semejanza y diferencia entre virtud y valor
En cuanto al origen histórico de la noción de valor, puede rastrearse en pensadores como Hume, Kant y Hegel. Si bien ellos todavía hablan de virtue y Tugend (siguiendo el lenguaje previo que se remonta a la noción griega de ἀρετή y su traducción latina, virtus), sus enfoques vuelven imperativa la idea de apreciación. A continuación señalo únicamente de qué modo estos pensadores hacen de la virtud asunto de valoración, dado que en ello hay un indicio importante de la confusión entre valor y virtud.
Hume destaca la valoración al colocar la moral en el ámbito del sentimiento porque su propuesta define la virtud como “cualquier acción mental o cualidad que da al espectador un grato sentimiento de aprobación”.51 Kant, por su parte, considera que “la virtud en su auténtica figura no es otra cosa que presentar la moralidad desvestida de toda mezcla de lo sensible”.52 Así, se opone a quienes conciben la moralidad como una suerte de homúnculo “que se parece a todo lo que se quiere ver en él, sólo no a la virtud”.53 Sin embargo, introduce en ello los conceptos de valor relativo y valor absoluto para distinguir entre cosas y personas, fines subjetivos y fines objetivos, o medios y fines en sí mismos.54 De esta manera, pone la pauta para una teleología fundada en un ideal que persigue el progreso. Hegel, finalmente, examina la virtud como figura de la conciencia contrapuesta dialécticamente a la otra figura que denomina curso del mundo. De este modo, da razón de la contraposición entre, por una parte, la universalidad de algo en sí que busca la conciencia del sujeto; y, por otra parte, la individualidad del “para” del que hace gala el mundo en su existencia: “Lo que a ojos de la virtud es en–sí, a ojos del curso del mundo es sólo para él [para el curso], él está libre de cualquier momento que sea fijo y firme para ella, y al que ella esté atada”.55 Con ello, la virtud es sólo una mediación del proceso del espíritu analizado según aquel concepto de valer–para que impregna la Fenomenología del espíritu: el gelten. La virtud deja de ser preminente frente a la individualidad del curso del mundo porque “la individualidad […] es el principio de la realidad efectiva; pues ella es justamente la conciencia de que lo–que–es–en–sí es igualmente para otro”.56 La conciliación de esa dialéctica recae sobre el curso del mundo, no sobre la virtud: el curso del mundo “no es tan malo como parecía; pues su realidad efectiva es la realidad efectiva de lo universal”.57 La virtud, a decir de Hegel, posee un valor abstracto y vacío por su indeterminación.
Estos sistemas establecen, así, la subjetividad de la virtud. De ahí que el ser–ético del humano se tenga por asunto individual o privado, escindido de su ser–político, esto es, del aspecto que daría razón propiamente de su vida pública, así como de la justicia y del derecho involucrados en ella. Por eso Hume y Kant separan de la ética sus teorías del derecho. Más aún, Hegel afirma que la virtud ya no es una forma de conciencia adecuada a su presente, sino algo propio de la Antigüedad. Desde luego, hay formas de la subjetividad ética que no derivan en una valoración. Piénsese en el sujeto existencial de Kierkegaard, cuya interioridad es inescrutable,58 máxime para la exterioridad de lo universal–histórico.59 Piénsese también en el sujeto avolitivo (willenlos) de Schopenhauer, que no es un sujeto guiado por concepto alguno ni por el principio de razón suficiente,60 sino por un conocimiento puro aquietador de la voluntad,61 encaminado al ascetismo.
La diferencia, por un lado, entre el sujeto empírico de Hume, el sujeto trascendental de Kant o el sujeto–objeto de Hegel; y, por el otro lado, el sujeto individual existente de Kierkegaard o el sujeto avolitivo del puro conocimiento de Schopenhauer, radica en que estos últimos no determinan la subjetividad desde un punto de vista intelectual del que depende la objetivación de todo lo que pueda ser conocido; no la toman por fundamento del valor absoluto. Schopenhauer, de hecho, muestra que la noción de valor absoluto es una contradictio in adiecto: “Todo valor es una magnitud comparativa y está incluso en una doble relación: pues, en primer lugar, es relativo en tanto que es para alguien; y, en segundo lugar, es comparativo en tanto que es en comparación con alguna otra cosa según la cual es apreciado. Separado de estas dos relaciones, el concepto de valor pierde todo sentido y significado”.62 Por tanto, toda pregunta que interroga si la virtud posee un valor–en–sí es un despropósito ab initio: lo en–sí es, por definición, lo que no es para–alguien; mientras que el valor es siempre para–alguien y jamás puede ser “apreciado” en–sí. La subjetividad esencial que plantean pensadores como Hume, Kant y Hegel es precisamente el “para” ante el cual las virtudes son interpretadas como atributos de contenido delimitado que posee el individuo. Al interpretar la virtud desde semejante concreción, su valor se vuelve medida como medio de la meta a la que sirve, incluida la figura del progreso, como en Kant y Hegel. El significado de la virtud depende, entonces, de lo que establezca la subjetividad dominante en cada situación histórica, expresada eminentemente por doctrinas religiosas y convenciones sociales. El ejemplo más eminente de esa dependencia lo expresa el cristianismo, en tanto que, según su esquema, hasta las virtudes “sin referirlas a Dios […] son vicios más bien que virtudes. Y [si son] consideradas en sí mismas […] están infatuadas, son soberbias, y, por tanto, no se las puede considerar como virtudes, sino como vicios”.63 Esto conduce a la postre a una jerarquización de la pluralidad de virtudes, tal como la establece Tomás de Aquino:
De la misma manera que el pecado consiste […] en el desprecio de Dios y adhesión a los bienes pasajeros, el mérito del acto virtuoso consiste […] en la unión con Dios y en el desprecio de los bienes creados […]. Y, por lo mismo, las virtudes teologales, con las que nos unimos directamente al mismo Dios, son más importantes que esas virtudes morales por las que despreciamos algo terreno para unirnos con Dios.64
Número, pluralidad, progreso, magnitud, medida y comparación son determinaciones cuantitativas de la virtud según las cuales las preguntas esenciales son cuántas y cuáles hay, cómo medirlas según el caso, su relación (o falta de relación), bajo qué jerarquía catalogarlas y cómo pre–determinar su alcance: formas usuales de evaluación que se les aplica. La pregunta por la unidad de la virtud queda en entredicho, a pesar de los esfuerzos tempranos de Platón por plantearla. Para esta pregunta no es adecuada la cuantificación, pero tampoco la cualificación. La determinación cualitativa de la virtud la presenta como materia de posesión, en la medida en la que se considere que las virtudes, como unidades plurales pero concretas, se enseñan y adquieren según estándares histórico–culturales, volviéndose atributos de la persona. El problema de la posesión de las virtudes lo plantea la pregunta de los estoicos antiguos acerca de si se puede perder o no la virtud.65 A ello apunta la duda sobre la posibilidad de su enseñanza según la discusión entre filósofos y sofistas. A eso se aboca la indagación original por la relación entre virtud y conocimiento. No obstante, he ahí que la tradición ofrece también una concepción alternativa de la virtud, ajena a la forma cuantitativa de la extensión, para meditarla, por así decirlo, en tanto intensión, esto es, fuerza o potencia. Así, Spinoza la define como potencia y caracteriza el actuar conforme a la virtud como “conservar su ser […] bajo la guía de la razón”.66 La virtud es, entonces, conocer y, en concreto, “conocimiento de Dios”.67 La potencia de la conservación que esto consigue es el “supremo esfuerzo del alma y su virtud suprema [al] conocer las cosas según el tercer género de conocimiento”,68 a saber, la intuición filosófica.69 Por su parte, para Leibniz también es menester comprender la virtud mediante la unidad de la sustancia que denomina —en “Sobre la naturaleza”— “fuerza primitiva de actuar”.70 Leibniz expresa el sentido de esa fuerza en el “Examen de la física de Descartes”: “la fuerza derivativa y accidental o mudable será cierta modificación del poder (virtus) primitivo esencial, que es lo que persiste en toda sustancia corpórea”.71 La comprensión ética de este impulso físico que conduce a la ciudad de Dios es —como afirma en “Del destino”— una contemplación que “alcanzarán antes y mejor que los otros quienes se hayan abierto mejor el camino con su entendimiento, disponiendo su hacer conforme a su mejor concepto, con orden o según la razón, y para el bien, en lo cual propiamente consiste la virtud”.72
La noción de virtud en tanto fuerza y poder según el razonar e intuir es un eco que se remonta al pasado. Uno de sus antecedentes eminentes es el estoicismo, que explica las virtudes “particulares” como unidad del κράτος o fuerza aplicada de diversos modos: “esta misma fuerza y potencia, cuando se aplica a las cosas que aparecen como dignas de seguir existiendo, es templanza; cuando se aplican a aquellas que se deben afrentar, coraje; cuando se refiere a las valiosas, justicia; cuando a las que se han de evitar o buscar, prudencia”.73 Esa unidad común, que Cleantes consideraba —igual que Leibniz— una fuerza en sentido físico y ético, es descrita por Zenón como “fuerza generada por la razón”.74 De ahí que éste explicase la pluralidad de virtudes como formas de la sabiduría, dando razón de “una sola virtud, que parece diferir por sus relaciones con las cosas, según la acción”.75 Finalmente, Sócrates es el antecedente más antiguo de esta concepción en lo que canónicamente se denomina “historia de la filosofía”. Su tesis de que la virtud está emparentada con el conocimiento, y que discernimiento y virtud (φρόνησις y ἀρετή) son inseparables entre sí —y ajenas a la fama u opinión— hace eco de la tesis de Heráclito del discernimiento mismo como virtud en cuanto tal (τὸ φρονεῖν ἀρετὴ μεγίστη).76 Esta tesis suya no era del total agrado de algunos, como Aristóteles (gran catalogador y mensurador de la virtud), al menos hasta cierto punto. Éste critica la idea socrática de la unidad entre φρόνησις y ἀρετή;77 y, no obstante, considera que el hábito de la virtud es posible para los que “viven de acuerdo con cierta inteligencia [νοῦς] y orden recto y que tengan fuerza [que, si bien hace referencia a las leyes, en general] es la expresión de cierta prudencia e inteligencia [φρόνησις y νοῦς]”.78 En todo caso, la formulación de esa fuerza en Sócrates es uno de los conceptos más significativos que expresan la virtud: ἐγκράτεια (fuerza, dominio o poder sobre sí).
Por lo antedicho, la confusión entre valor y virtud, o el “dominio” de aquél sobre ésta, tendría que desconcertar no menos de lo que desconcertaba a Sócrates “que uno pudiera cobrar dinero por predicar la virtud”.79 No por la nobleza de la gratuidad que ello debiese involucrar, sino por las consecuencias de que la valoración se imponga ante la fuerza de la virtud. Esa ἐγκράτεια que Sócrates ostentaba no era dominio sólo sobre el placer que procura el cuerpo, sino sobre “el que procura el dinero […] porque [Sócrates] creía que quien toma dinero del primero que llega se impone a sí mismo un dueño absoluto, y no hay nada más vergonzoso que ser el esclavo de una esclavitud”.80 De ahí la diferencia con la sofística, que reconoce únicamente la fuerza de “convertir el argumento más débil en el más fuerte”.81 No es de extrañar que la sofística sea el primer movimiento en explotar la idea de progreso (ἐπιδιδόναι) como ser mejor (βέλτιον)82 mediante la relatividad argumentativa (τὸ πρός τι).83 Se presenta, consecuentemente, como movimiento de dominio no de sí mismo, sino sobre el otro.
El κράτος de la ἐγκράτεια socrática y la comprensión de la virtud según su intensidad, en tanto fuerza asociada a la razón y a la intuición, implican, en cambio, la libertad. Lo que la ἐγκράτεια expresa vía negativa, como rechazo de la esclavitud, queda dicho positivamente en aquella interpretación etimológica de la virtud en el Crátilo de Platón. Así, sirviéndose de la diferencia entre impase y facilidad de tránsito (ἀπορία y εὐπορία, también traducidas como “escasez de recursos” y “abundancia”), Platón analiza el vicio y la virtud (κακία y ἀρετή), y entiende el primero como un caminar con impedimentos o trabas, mientras que la segunda es “siempre fluyente” (αεἰρείτην) o “el hábito más deseable” (αἱρετήν), y significa, pues, que “el flujo del alma […] está siempre en libertad”.84 En ese fluir yace la apertura de la virtud, ofreciéndose como condición de posibilidad ilimitada, en lugar de ser una posesión de características limitadas. Lo que posibilita dicha condición es la delimitación de los valores, de suerte que la virtud no está subordinada al valor, sino que éste está condicionado por aquélla.
Ética y virtud
En la Antigüedad ἀρετή significaba “excelencia y perfección”. Guarda relación con el superlativo ἄριστος, cuya definición era la misma que κράτιστoς: “adecuado”, “apropiado”. Desde esta perspectiva, hacer de la perfección o excelencia un asunto de comparaciones valorativas es un despropósito semejante al absurdo de hablar de “lo más perfecto” o lo “perfectísimo”, como si lo “meramente perfecto” fuese algo carente y, por tanto, imperfecto respecto de sus hipotéticos comparativo y superlativo. Lejos de ello, la virtud hace referencia a la fuerza en una plétora de actividades porque, en todo obrar, el ser humano puede ir más allá de las limitaciones pre–concebidas, las adoptadas según valores impuestos y sin mediación de un juicio. De ahí que los límites en el obrar tengan el carácter de pre–juicios y que ir más allá de ellos consista en liberarse de los prejuicios valorativos. Me parece que ése es el sentido del más allá o μετά de la metafísica cuando su sentido no se acota a lo definido por un pensador, sino que se busca su alcance histórico. No se trata del mero ir “más allá de lo natural”, sino de ir más allá de prejuicios y de límites preconcebidos. El más allá metafísico es, así, una indicación de la potencia de la virtud. En ese mismo sentido, la ética nombra algo más que la mera moral, porque, si bien ἦθος es el carácter o marca que tipifica al individuo —semejante a lo indicado con el vocablo latino moralis—, la ética designa, además, la estancia o el habitar abierto, e implica que el carácter particular procede del libre hábito si, en efecto, ἦθος (carácter) procede de ἔθος (hábito), según afirma Aristóteles85 y, antes aún, Platón en las Leyes.86 Gracias a ese espacio libre, como condición de posibilidad, se desarrollan costumbres y usanzas de morales particulares. Pero, ante todo, la libertad ética es condición de posibilidad del pensamiento capaz de criticar los prejuicios habidos en dichas morales.
Cabría parafrasear en este contexto lo enunciado por Hegel sobre la verdad: hay que dejar a un lado la opinión de que la virtud sea algo palpable.87 No por intangible o inalcanzable, sino porque no es una cosa agotada en lo dado. Su ser–cosa es prejuzgado a causa de la confusión entre virtud y valor, y de la idea de posesión de la virtud. Ahora bien, la virtud implica un cierto poseer, mas no el del aseguramiento personal de atributos adscritos a las costumbres azarosas del caso. Se trata, en cambio, del poseer en el sentido etimológico de potis–sedere: poder ser.88 De ello tratan Aristóteles y Tomás de Aquino al caracterizar la virtud como modo de ser, lo cual se dice en latín habitus y en griego ἕχις, esto es: “habilidad”, “capacidad” o “disposición para la práctica”. De hecho, “habilidad” procede del latín habeo —igual que habitus— y significa “haber”, “tener” o “poseer”, equivalente al ἔχειν griego —del que proviene ἕχις—. Si aquí enfatizo el carácter de posibilidad de la virtud se debe a que se halla emparentado con el poder en tanto fuerza que no se agota en lo dado, sino que señala la apertura del camino como libertad para serse, es decir, para ser “sin más”, sin valores dados.
Paradójicamente, ser sin más requiere “un más”, a saber, ir más allá; pero no de sí mismo, sino de doctrinas y valores prejuzgados, los cuales, mermando nuestra posibilidad, nos impiden ser más que aquello que pre–concebimos y nos de–limita. Sólo que ser más no implica una suma, sino, acaso, una resta: ser menos prejuicioso. Aunque, expresándonos así, volvemos a caer en el problema que lleva a confundir valor y virtud, a saber, la recurrencia a valores aritméticos: el más y el menos, fundantes de la idea de virtud como justo medio, progreso, mediación, etcétera. He ahí una aporía, pues sin la especificidad que aportan esos valores parece haber riesgo de volver inexistente a la virtud. ¿Será el temor ante ese riesgo lo que conduce a la filosofía actual a justificar el valor de la virtud o su propia valía? En todo caso, de la existencia de la virtud cabe expresarse como Descartes lo hizo de la existencia de lo corpóreo, aunque en sentido inverso: la virtud ciertamente existe, pero no como objeto de la matemática pura. Que no sea mensurable no la hace irreal. No se halla en la lejanía de una aspiración inalcanzable, pero tampoco en la miope cercanía de lo que se dice comúnmente en casa, en las instituciones, en las escuelas, etcétera.
Existe la posibilidad de refrenar por un momento el afán de dar respuesta a lo que sea la virtud para tratar de formular la pregunta por ella. Y con eso, sin percatarnos, le somos más próximos: nos hallamos en la marcha perpetua que se encamina a algo más, poniendo en duda lo consabido. La sugerente tesis de Platón sobre la virtud como fluir no debe confundirse, por tanto, con un paseo tranquilo. La fuerza de la virtud es un esfuerzo, como el que describe Aristóteles no en sus tratados mayores, sino en un poema de juventud:
Virtud, camino de penalidades para el género humano,
el más hermoso galardón de la vida,
en la Hélade la belleza de tus formas, oh Virgen,
convierte en un destino envidiable hasta la muerte
y los padecimientos perpetuos y terribles que se han de afrontar.
El fruto inmortal con el que llenas nuestro corazón
es más poderoso que el oro, prevalece sobre nuestros padres
y se impone al sueño que sustrae el vigor de nuestros ojos.
Por ti Heracles, el hijo de Zeus, y los gemelos de Leda
mucho soportaron en sus esforzados trabajos
para proclamar tu poder.89
En este sentido, la virtud no está reducida a las morales. Se encuentra en la apertura del habitar ético que es, a la vez, metafísico, científico, político, estético, etcétera. Un ejemplo bello de su sentido lo ofrece el arte: excelente no es el artista satisfecho por lograr una ejecución que cumpla estándares, sino el que re–conoce que puede hacer más.
En su caminar histórico la virtud ética va dando señas de su ser mediante los diversos planteamientos filosóficos. Ninguno de ellos tiene la última palabra sobre lo que sea la virtud ética, pero todos pueden atisbarla y son, en cuanto tales, exhibición tanto de la fuerza de la virtud como de la apertura de la libertad ética, aun cuando lo hagan versando sobre morales específicas o construyendo sistemas de valores determinados. Ética y virtud, valor y moral son dos mancuernas que expresan de distinto modo el sentido de la metafísica y su quehacer, pero que no están completamente disociadas. Piénsese en cada uno de los siete sabios de Grecia para confirmar cómo dan razón por igual de la universalidad de la ética y de la particularidad de la moral. Sus sentencias agrupan, a la vez, indicaciones sobre la virtud (“domina el placer”, “domina el ímpetu”, “conócete a ti mismo”) y una serie de valores que su sociedad requería inculcar. Pero, más aún, sirva como ejemplo la enorme tradición filosófica de la que aquí ofrecí sólo un esbozo: en la adopción de conceptos nuevos y la renuncia a los antiguos no deja de haber, en rigor, la intuición común de un camino por recorrer que no vale por las respuestas dadas, sino que se esfuerza en abrir sendas a través de interrogantes. También la filosofía actual, enfocada en el valor, manifiesta con su meditación —no así con su vocabulario— la virtud ética que se intensifica en su libertad.
Con el desarrollo histórico aquí esbozado he querido mostrar el esfuerzo común de la virtud desplegándose en su historicidad, con lo cual ella es la condición de posibilidad de la investigación por la cual pregunta la ética. Implícito en ello está que toda filosofía es ética. No porque cada una elabore un sistema moral que explicite valores, sino por el fundamento común de la estancia o el habitar desde la libertad. La eticidad de lo ético está en la trascendencia implícita en el μετά de la metafísica, que no va allende lo existente, sino que atraviesa dialógicamente aquende la historicidad del pensar, dando razón del principio de unidad de la estancia en la que todo ser humano puede–ser–se.
Fuentes documentales
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1. John Mackie, Ética. La invención del bien y del mal, Gedisa, Barcelona, 2000, p. 17.
2. Dicha axiología, literalmente, hace escuela, como en el caso del neokantismo desarrollado en las escuelas de Marburgo y de Baden. No obstante, los ejemplos que vienen a continuación darán cuenta de un interés en el valor que se extiende a otras tradiciones.
3. Christine Korsgaard, Las fuentes de la normatividad, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2000, p. 205.
4. Ibidem, p. 190. Las cursivas se encuentran en el original.
5. Thomas Scanlon, Lo que nos debemos unos a otros, Paidós, Barcelona, 2003, p. 144.
6. Peter Singer, Repensar la vida y la muerte, Paidós, Barcelona, 1997, p. 188.
7. Ibidem, p. 189.
8. Max Scheler, Ética, Caparrós, Madrid, 2001, p. 76. Las cursivas se encuentran en el original.
9. Ibidem, p. 168.
10. Ibidem, p. 295 y ss.
11. George Edward Moore, Principia ethica, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1959, p. 163.
12. Ibidem, p. 164.
13. Ibidem, p. 171.
14. Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1984, p. 215.
15. Ibidem, p. 247.
16. Ibidem, p. 325.
17. Ibidem, p. 334.
18. Martin Heidegger, Hitos, Alianza, Madrid, 2007, p. 285.
19. Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 2005, pp. 147–150.
20. Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral, Alianza, Madrid, 2005, p. 90.
21. Ibidem, p. 24. Las cursivas se encuentran en el original.
22. Friedrich Nietzsche, Humano, demasiado humano, Edaf, Madrid, 2006, pp. 61–62.
23. Friedrich Nietzsche, Genealogía de la moral, p. 147.
24. Ibidem, pp. 159–160. Las cursivas se encuentran en el original.
25. Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, p. 148.
26. Ibidem, p. 67.
27. Sigmund Freud, El yo y el ello, Alianza, Madrid, 2012, p. 33.
28. Ibidem, p. 35.
29. Sigmund Freud, Introducción al psicoanálisis, Alianza, Madrid, 2011, p. 22.
30. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 2016, p. 76.
31. Ibidem, p. 147.
32. Sigmund Freud, El yo y el ello, p. 36.
33. Karl Marx, El capital i, Fondo de Cultura Económica, México, 2015, p. 43.
34. Ibidem, p. 45.
35. Ibidem, p. 42.
36. Ibidem, p. 169.
37. Ibidem, p. 170.
38. Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto comunista, Alianza, Madrid, 2005, p. 44.
39. Ibidem, p. 55.
40. Sobre esta dinámica entre poder y debilidad versará la próxima entrega de mi investigación, enfocando la idea de democracia para explicitarla.
41. Ludwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética, Paidós, Barcelona, 2011, p. 35.
42. Ludwig Wittgenstein, Tratado lógico–filosófico, Alianza, Madrid, 2015, p. 49 (4.001 y 4).
43. Ibidem, p. 27 (2.201).
44. Ibidem, p. 29 (2.222).
45. Ibidem, p. 177 (6.4).
46. Ludwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética, p. 43.
47. Ibidem, p. 38. Las cursivas se encuentran en el original.
48. Ludwig Wittgenstein, Tratado lógico–filosófico, p. 177 (6.41).
49. Idem.
50. Ludwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética, pp. 43 y 37.
51. David Hume, Investigación sobre los principios de la moral, Alianza, Madrid, 2006, p. 185.
52. Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Ariel, Barcelona, 1999, p. 183 (Ak. 426).
53. Idem.
54. Ibidem, p. 187 (Ak. 428).
55. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Fenomenología del espíritu, Abada/Universidad Autónoma Metropolitana, Madrid, 2010, p. 467. Las cursivas se encuentran en el original.
56. Ibidem, p. 469. Las cursivas se encuentran en el original.
57. Ibidem, p. 471.
58. Søren Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México, 2008, p. 322.
59. Ibidem, p. 135.
60. Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación i, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 268.
61. Ibidem, p. 499.
62. Arthur Schopenhauer, Los dos problemas fundamentales de la ética, Siglo xxi, Madrid, 2002, p. 189. Las cursivas se encuentran en el original.
63. Agustín de Hipona, Obras completas xvii: La ciudad de Dios ii, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2007, p. 625 (xix, xxv).
64. Tomás de Aquino, Suma de teología iv, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1994, p. 214 (c. 104, a. 3).
65. Los estoicos antiguos, Gredos, Madrid, 1996, p. 306 (svf 568).
66. Baruch Spinoza, Ética, Alianza, Madrid, 2006, p. 312 (iv, xxiv).
67. Ibidem, p. 314 (iv, xxviii).
68. Ibidem, p. 410 (v, xxv).
69. Ibidem, p. 164 (ii, xl).
70. Gottfried Wilhelm Leibniz, “Sobre la naturaleza” en Gottfried Wilhelm Leibniz, Escritos filosóficos, Machado Libros, Madrid, 2003, pp. 553–571, p. 565 (§12, gp vii 512).
71. Gottfried Wilhelm Leibniz, “Examen de la física de Descartes” en Gottfried Wilhelm Leibniz, Escritos filosóficos, Machado Libros, Madrid, 2003, pp. 500–510, p. 506 (gp iv 397).
72. Gottfried Wilhelm Leibniz, “Del destino” en Gottfried Wilhelm Leibniz, Escritos filosóficos, Machado Libros, Madrid, 2003, pp. 441–448, p. 447 (ds 54).
73. Los estoicos antiguos, p. 304 (svf 563).
74. Ibidem, p. 127 (svf 202).
75. Ibidem, p. 126 (svf 200).
76. Los filósofos presocráticos i, Gredos, Madrid, 2000, p. 393 (b 112).
77. Aristóteles, Ética nicomáquea. Ética eudemia, Gredos, Madrid, 2000, p. 289 (vi, 13, 1144 b 19–20).
78. Ibidem, p. 404 (x, 9, 1180 a 18–22).
79. Jenofonte, Apología. Banquete. Recuerdos de Sócrates, Alianza, Madrid, 2009, p. 136 (i, 2, 7).
80. Ibidem, p. 171 (i, 5, 6).
81. Sofistas. Testimonios y fragmentos, Gredos, Madrid, 1997, p. 104 (fragmento 21).
82. Ibidem, p. 93 (fragmento 5).
83. Ibidem, p. 100 (fragmento 14).
84. Platón, Diálogos ii, Gredos, Madrid, 2004, p. 420 (415 d).
85. Aristóteles, Ética nicomáquea…, p. 160 (ii, 1, 1103 a 19–20).
86. Platón, Diálogos ix, Gredos, Madrid, 1999, p. 17 (vii, 792 e).
87. Me refiero al pasaje de la Introducción a su Ciencia de la lógica.
88. Al respecto ver Aldo Guarneros, “Virtud y habitar ético–político” en Revista de Filosofía, Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México, vol. 57, Nº 159, julio/diciembre de 2025, pp. 46–82.
89. Aristóteles, Fragmentos, Gredos, Madrid, 2005, pp. 472–473.