Vidas precarias y cuerpos normados.
Desafíos para la democracia
Gergana Neycheva Petrova*
Recepción: 2 de septiembre de 2024
Aprobación: 4 de octubre de 2024
Resumen. Neycheva Petrova, Gergana. Vidas precarias y cuerpos normados. Desafíos para la democracia. En el presente artículo abordo la problemática que representa la dimensión pública del cuerpo para la consolidación de la democracia. A partir de la pregunta de Theodor Adorno, “¿qué lugar hay para un yo en el régimen discursivo en que vivo?”, y de un diálogo con Judith Butler en su inquietud respecto a qué vidas carecen de valor, exploraré la polémica vida de los migrantes. El llamado hacia el respeto por la pluralidad de las minorías que, a su vez, implica una forma equitativa de gobierno, nos conduce a indagar las circunstancias en que el ethos colectivo se torna violento y la posibilidad de una visión cosmopolita que supere esta condición.
Palabras clave: violencia, barbarie, emancipación, legalidad, moral.
Abstract. Neycheva Petrova, Gergana. Precarious Lives and Regulated Bodies. Challenges for Democracy. In this article I address the problem that the public dimension of the body represents for the consolidation of democracy. Beginning with Theodor W. Adorno’s question “What place is there for an I in the discursive regime in which I live?” and, in dialogue with Judith Butler’s concern about which lives lack value, I explore the controversial life of migrants. The call for respect for the plurality of minorities, which, in turn, implies an equitable form of government, leads us to investigate the circumstances under which the collective ethos becomes violent, as well as the possibility of a cosmopolitan vision that overcomes these circumstances.
Key words: Violence, barbarity, emancipation, legality, morality.
* Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato. Profesora–investigadora de medio tiempo en la Universidad de Guanajuato y Tesorera de la Asociación Filosófica de México. gn.petrova@ugto.mx
Introducción
A lo largo de la historia se ha definido el cuerpo como el lugar en el que se encuentran las pasiones, la memoria, los deseos y los procesos biológicos y fisiológicos, que son la condición de la vida. No obstante, como lo señala Judith Butler, el cuerpo posee de modo invariable una dimensión pública y se constituye en tanto fenómeno social en la esfera pública. En palabras de Butler: “constituido como fenómeno social en la esfera pública, mi cuerpo es y no es mío. Desde el principio es dado al mundo de los otros, lleva su impronta, es formulado en el crisol de la vida social; sólo posteriormente el cuerpo es, con una innegable incertidumbre, aquello que reclamo como mío”.1 Así pues, el cuerpo está dado al mundo de los otros, a sus reglas legales y normativas morales, a sus costumbres y perspectivas. De tal forma, aquél va adquiriendo una particular constitución y, en determinados momentos, se le exige cumplir ciertos simbolismos para prevalecer dentro de la sociedad o colectividad a la que pertenece, la cual no deja lugar para lo individual. Por ello, el cuerpo debe tratarse como territorio político y público, pues si hablamos de lo individual dentro de una colectividad, estaremos tratando casos aislados en vez de señalar un potencial problema social.
El presente texto apunta hacia el análisis de la dimensión pública del cuerpo y los desafíos que ésta conlleva para la constitución de una democracia como presupuesto para la sociedad actual. En particular, nos dirigiremos al llamado del respeto por la pluralidad de las minorías que, a su vez, debe involucrar una forma equitativa de gobierno, ya que hablar de una democracia implica la coexistencia y el respeto por la heterogeneidad y la pluralidad. En este sentido, nos remitiremos a dos cuestiones muy polémicas que siguen resonando con toda su fuerza en el discurso público: la vida de los migrantes —cuyo estatus moral y legal, en cuanto sujetos que permanecen fuera de la esfera oficialmente reconocida, al subsistir en la sombra, los conduce hasta el extremo de ser considerados vidas carentes de valor— y la visión cosmopolita que formula nuevas alternativas y no la mera elección entre lo que ya es dado.
Vidas precarias
La pregunta por la posibilidad de que el individuo pueda llegar a reconocerse a sí mismo es una de las ideas centrales en la obra de Butler. De cara a un ethos colectivo que adiestra a los seres humanos a constatar hechos como si fueran un verdadero saber —y que, a la postre, se convierte en un discurso político que adoctrina sobre cómo deben ser las cosas—, darse cuenta de sí mismo se torna una elección entre modelos y formas de conducta estereotipados. De esta manera, la conciencia queda fuera de sí para permanecer sujeta por el principio de identidad operante dentro del sistema social hegemónico y monolítico, del cual nos advierte Theodor Adorno.2
Paradójicamente, arrojada así a la existencia normada por el mundo exterior que se le impone, la conciencia debilitada concede al individuo aislado mantener su sí mismo; y la búsqueda de un yo se desvanece ante la omnipotencia de la objetividad operante que ya antes ha fijado su configuración como individuo. De este modo, al despojar a la conciencia de su lado subjetivo y crítico, y al someterla a la presión social con miras a un mundo ordenado que fija funciones determinadas a sus integrantes, el individuo se convierte en presa de la cosificación que le impide tomar conciencia de aquello que lo oprime y, a la vez, disipa toda oportunidad para devenir una autoconciencia crítica y autorreflexiva. De cara a esta situación, Butler dialoga con Adorno y Michel Foucault, y nos interpela con la interrogante siguiente: “¿Qué lugar hay para un yo en el régimen discursivo en que vivo?”3
La pérdida de autonomía e identidad de los individuos no es tema nuevo. Desde principios del siglo xx los teóricos de la Escuela de Frankfurt denunciaron la transformación de los individuos en productos privados de poder, que se tornaron objetos de necesidades introyectadas de consumo de otros productos, mercancías y estilos estereotipados de vida. La organización de los procesos sociales, junto con el desarrollo industrial y su implícita interconexión con el movimiento del capital, mantienen al individuo sosegado frente a la insistencia de las imágenes seductoras de las mercancías y sometido ante la autoridad de la colectividad. De ahí que Adorno apunte lo siguiente en su correspondencia con Walter Benjamin:
La consciencia colectiva fue inventada solamente para desviar la atención de la verdadera objetividad y de su correlato, la subjetividad alienada. Nos corresponde a nosotros polarizar dialécticamente y disolver esta “consciencia” en los extremos de la sociedad y el individuo, y no galvanizarla como correlato icónico del carácter de la mercancía.4
Ante tal escenario, Adorno denuncia que la racionalidad de lo real —es decir, en términos hegelianos, la posibilidad de que la sociedad llegue a un cambio objetivo en virtud de su propia dinámica al disociarse del individuo como sujeto del devenir— incurre en un error propio de la racionalidad misma, mientras que el movimiento del espíritu es petrificado bajo el ímpetu de un exceso de racionalidad instrumentalizada para el ordenamiento racional de la sociedad. La humanidad es así arrojada a las arbitrariedades de las constelaciones de poder y de las fuerzas económicas intrínsecas del sistema capitalista; y, en el marco del mundo administrado, el individuo se reduce a mero funcionario de engranaje. Esto tiene consecuencias no sólo en cómo concebimos nuestra propia realidad, sino también en nuestra actividad en el mundo que nos rodea.
El carácter represor del ethos colectivo, del que da cuenta Butler en su discusión con Adorno, fue postulado previamente por Sigmund Freud en El malestar en la cultura5 y encuentra su génesis en la cultura civilizadora. En el proceso de convertirse en ser social el hombre debe ceder ante la disciplina normativa de la cultura civilizadora y contener sus instintos biológicos frente a las reglas sociales. Es decir, los seres humanos “[…] aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos fases: un fin positivo y otro negativo; por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras”.6 Así, la condición del hombre como ser cultural implica la represión de los deseos naturales y la renuncia a sus instintos biológicos con la finalidad de incorporarse al orden histórico sociocultural vigente y asumir su rol como miembro dentro del funcionamiento soberano de la comunidad en la que ha nacido. Por su parte y al respecto, Herbert Marcuse señala que, así, el individuo “Llega a ser un sujeto consciente, pensante, engranado a una racionalidad que le es impuesta desde afuera”.7 Sin embargo, es importante precisar en este punto que, para Marcuse, “El animal hombre llega a ser un ser humano sólo por medio de una fundamental transformación de su naturaleza que afecta no sólo las aspiraciones instintivas, sino también los ‘valores’ instintivos”.8 La interiorización efectiva de las normas impuestas se hace patente en la existencia de una moral individual. Es importante puntualizar que, si bien para Freud la idea de una civilización no represiva es una ilusión, Marcuse concibe el antagonismo de los principios de placer y realidad como resultado de la organización social en un momento históricamente determinado y no como parte inherente de la condición humana. Por ello, la posibilidad de una sociedad no represiva se define no por la naturaleza del ser humano, sino por la configuración y el desarrollo social de la civilización.
Paradójicamente, quizá el rasgo más perverso del capitalismo y del neoliberalismo que lo acompaña está en la ilusión de una frágil felicidad que el individuo defiende a toda costa y que justifica por todos los medios una división del trabajo que refuerza el dominio de la autoconservación de la totalidad sistémica, en la cual todos están encadenados al Todo para asegurar la funcionalidad reticular de la así representada vida social. Adorno es categórico al respecto: “Los hombres son reducidos a actores de un documental monstruoso que no conoce espectadores por tener hasta el último de ellos un papel en la pantalla”.9 La función antagónica del sujeto aparece resuelta en relaciones y vínculos suyos con el mundo, en relaciones de consumo, de pertenencia a instituciones o a diversos modelos económicos, relaciones de adaptación y de explotación. Y, como explica el teórico de Frankfurt, los planes de progreso han dirigido al hombre a su propia esclavitud, y los individuos mismos reproducen la represión sufrida. A lo que añade: “la democracia consolida la dominación más firmemente que el absolutismo, la libertad administrada y la represión instintiva llegan a ser las fuentes renovadas sin cesar de la productividad”.10
En esta misma línea de reflexión, Butler, siguiendo a Foucault, señala que la hipótesis de un proceso civilizatorio basado en la represión de los instintos fracasa porque la represión genera los mismos deseos que procura regular:11
La represión de la libido debe verse siempre como una represión libidinalmente cargada. Por consiguiente, la libido no es del todo negada por la represión, sino que se convierte en el instrumento de su propio sometimiento. La ley represiva no es externa a la libido a la que reprime, sino que reprime en la medida en que la represión se convierte en actividad libidinal. Por otra parte, las interdicciones morales, especialmente las que se dirigen contra el cuerpo, son sustentadas por la misma actividad corporal que pretenden refrenar.12
En su libro Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad Butler retoma las conferencias sobre problemas de la filosofía moral pronunciadas por Adorno en 1963, para comprender la problemática de la discrepancia entre el interés universal y el interés particular. Ahí identifica al menos tres momentos en los que el ethos colectivo se torna violento: 1) cuando su pérdida de autoridad se hace patente en una falsa unidad que pretende eliminar las particularidades individuales; 2) cuando se torna anacrónico e instrumentaliza la violencia para imponerse en el presente, negando su devenir histórico; 3) la violencia del ethos colectivo se expresa cuando éste, al asumir su carácter de universalidad abstracta, se muestra indiferente a las condiciones histórico–sociales particulares.
Indagar la fuerza de la moral en la producción del individuo lleva a Butler a constatar que la moral misma es efecto sublimado de la agresión primaria volcada contra uno, “la consecuencia idealizada de una rebelión contra la propia destructividad”.13 Eso no deja de tener consecuencias sobre el modo en el que nos relacionamos con el mundo, siendo la dimensión lingüística una de las formas en las que esto se hace patente; es decir, un régimen discursivo puesto al servicio del ethos colectivo, lo cual nos lleva al problema del uso del lenguaje, cuyas formulaciones exigen rigor y precisión en la comunicabilidad políticamente correcta. No obstante, detrás del entusiasmo actual por el uso del lenguaje inclusivo descuella la sospecha del lenguaje en tanto cómplice de una apariencia socialmente necesaria que, lejos de expresar la dimensión de una interioridad subjetiva autorreflexiva, se torna un requisito para la comunicabilidad social. Dicho en términos hegelianos, el lenguaje parece incluso impedir el enfrentamiento de las conciencias, por medio del cual se posibilita la autoconciencia. Es preciso señalar que cuando hablamos de “lenguaje” nos adherimos al señalamiento explícito de los teóricos de Frankfurt respecto a la atrofia lingüística representada en la expresión convencional y en la transición hacia un proceso comunicativo social que acalla las voces individuales; una comunicación basada en un lenguaje mecanizado ante el cual la propia experiencia individual, que es única e irreductible, se suprime (o, como señalan Adorno y Benjamin, la experiencia enmudece). Quizá el verdadero problema que nos gustaría subrayar aquí con el lenguaje inclusivo es que en él se da por supuesta la conciencia de la problemática relación de género, cuando es justamente eso lo que falta desarrollar. En este sentido, Butler explica que la identidad —y, en particular, la identidad sexual— es el resultado de las prácticas discursivas dominantes y las relaciones de autoridad que éstas refuerzan. Pero la misma performatividad lingüística conduce también a la subversión, ya que la propia producción de identidad está en la reapropiación de los códigos que nos niegan y, a la vez, abre a constatar que las normas con las que buscamos dar cuenta de nosotros mismos tampoco nos pertenecen. Al respecto, la autora confirma: “No estoy obligada a adoptar formas concretas de formación del sujeto ni a seguir convenciones establecidas para relacionarme conmigo misma, pero sí estoy atada a la socialidad de cualquiera de estas posibles relaciones”.14
De cara a la problemática relación con la agencia performativa del lenguaje, la filósofa estadounidense dialoga con Foucault y Adorno, y sitúa la formación del sujeto en un orden ontológico históricamente instituido, mantenido por fuerzas coercitivas y que implica la cuestión de orden moral. Desafiar lo convencional implica actuar dentro de este horizonte histórico–social con la intención de fracturarlo; o, como la autora suscribe con Adorno, “Necesitamos aferrarnos a las normas morales, la autocrítica, la cuestión del bien y el mal, y al mismo tiempo a un sentido de la falibilidad de la autoridad que tiene la confianza de intentar esa autocrítica”.15 Volverse humano, en palabras de Adorno, implica, antes que nada, la conciencia de nuestra propia falibilidad.
El lenguaje que nos niega, que nos ofende, insulta, agrede, abre el pensamiento a nuevas posibilidades, como lo explica Butler:
Tal vez aún más importante: es necesario reconocer que la ética nos exige arriesgarnos precisamente en los momentos de desconocimiento, cuando lo que nos forma diverge de lo que está frente a nosotros, cuando nuestra disposición a deshacernos en relación con otros constituye la oportunidad de llegar a ser humanos. Que otro me deshaga es una necesidad primaria, una angustia, claro está, pero también una oportunidad: la de ser interpelada, reclamada, atada a lo que no soy yo, pero también movilizada, exhortada a actuar, interpelarme a mí misma en otro lugar y, de ese modo, abandonar el “yo” autosuficiente considerado como una especie de posesión.16
Subversión y cosmopolitismo
Ante el asedio de los Estados sobresalen la barbarie y la violencia que conllevan la reducción de lo diverso a la unidad bajo el principio de identidad. Y, como se expuso líneas atrás, la imposibilidad de autodeterminación frente al poder institucionalizado es expresión de la más profunda debilidad del yo. En estas circunstancias sobresale la condición de vida del migrante indocumentado, la cual puede ser fácilmente violentada, como denuncia Butler: “[…] a los sin papeles se los describe a menudo como sombras en la esfera pública, son vidas cuyo estatus moral y legal en cuanto que sujetos vivos no está plenamente reconocido”.17 Este hecho implica sombríos efectos. Las vidas que carecen de valor pueden desaparecer sin consecuencia alguna o pueden juzgarse de forma irregular y violenta por las autoridades. El migrante se encuentra entre las fauces del Estado por la prohibición de tener un techo, de conseguir un trabajo o de libre tránsito; por la privación del derecho a la libre expresión y la ausencia de acceso a la salud, ya que pueden ser deportados con facilidad y tachados de criminales. En el momento en que se ponen en acción las supuestas “medidas de seguridad” implementadas por el Estado, haciendo uso de la fuerza policial, el migrante es preso no por estar en una cárcel como tal, sino por verse sujeto a leyes volátiles, a detenciones arbitrarias y a un “[…] sistema legal que posterga o rehúsa procesar sus demandas o las paraliza indefinidamente”.18 El migrante no sólo migra con su cuerpo, sino también con las costumbres de su lugar natal y sus propias tradiciones y cosmovisión a un territorio ajeno que ya cuenta con ciertas nociones sobre la ciudadanía y la identidad nacional. El choque entre éstas es frecuentemente acompañado de juicios morales y posturas xenófobas.
El tema no puede ser más actual, a la luz de la guerra emergente entre Rusia y Ucrania, o el caso de Tapachula, la ciudad que se ha vuelto la cárcel de los migrantes en México —restringiendo a más de cinco mil migrantes que piden la resolución de sus trámites, sin derecho al tránsito fuera de la ciudad, al trabajo, a servicio médico, etc.—. Éstos han alzado la voz en distintas ocasiones y de diversas maneras. Por ejemplo, el 3 de febrero de 2022 su protesta escaló bajo la forma de ayuno “hasta que su salud y cuerpo aguanten”, encadenando su cuerpo bajo la denuncia de que “[la] migración nos está cazando como depredadores y eso es inhumano”.19 La gran paradoja de la situación surge a raíz de afirmaciones como las siguientes del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador: “Todos los que lo soliciten serán bienvenidos”, “México brindará refugio a todas las personas que lo soliciten sin importar su nacionalidad”, “Quisiéramos refugiar a todos, abrazar a todos, que no hubiesen [sic] fronteras. Somos del partido de la fraternidad universal”. Entonces, de cara a estas contradicciones entre el discurso oficial tan benevolente y la realidad precaria que viven los migrantes indocumentados nos preguntamos, junto con Judith Butler, ¿qué vidas sí? ¿cuáles no? ¿cuáles son llorables? ¿cuáles tienen valor?
Frente a la problemática relación entre la soberanía del Estado, la figura del inmigrante y del cuerpo marginado, es importante, como ya se dijo antes, situar la formación del sujeto en un orden histórica y ontológicamente instituido y mantenido por fuerzas coercitivas, el cual debe comprender cuestiones de índole moral. Desafiar lo convencional implica actuar dentro de este horizonte histórico–social. Sobre esto la filósofa estadounidense expresa lo siguiente: “Si entendiéramos que somos vulnerables y permeables, podríamos pensar de modo distinto sobre la inmigración, y ver las fronteras no como barreras para mantener a los extranjeros al otro lado, sino como lugares de paso, modos de transacción y espacios en los que se produce la interpenetración cultural”.20 El llamado al respeto por la pluralidad de las minorías debe implicar también una forma equitativa de gobierno, mientras que una democracia plural involucra la coexistencia y el respeto por la heterogeneidad. Tal postulado, no obstante, nos conduce a otro problema del proceso civilizatorio, impulsado por el programa de la modernidad, que se funda sobre el principio unitario de coherencia y organización tanto de la vida social como del mundo exterior correspondiente a esta vida; y suscita la formación de las instituciones que lo garantizan, instituciones que, a la postre, devinieron en la autoridad exterior para la estructuración de la disciplina —como indica Foucault—, de la uniformidad y de la reproducción ideológica —según Louis Althusser, entre otros—, así como de la confianza en el liderazgo gubernamental para asegurar la experiencia “progresista”.
Ciertamente, el gran proyecto transformador que caracteriza a la modernidad conlleva la otredad como un rasgo fundamental. Es a través del encuentro con el otro que el yo busca su determinación. Hegel lo explica en los siguientes términos: “La buena consciencia es este poder, por cuanto sabe los momentos de la consciencia como momentos y los domina al ser su esencia negativa”.21 El autor de la Fenomenología del espíritu postula la negatividad como principio que impulsa el movimiento del devenir de la conciencia. Asegura que su fuerza radica en el vínculo con el otro; es la conexión que revela que lo particular nunca es un simple existir para sí y que lo individual no puede reducirse a algún esquema determinado. En eso, precisamente, debemos insistir cuando repensamos las condiciones y los procesos de minorización, que comprenden hacer frente a la dimensión política del cuerpo y la precariedad a la que son condenados los migrantes por un ethos colectivo institucionalizado por el Estado.
Frente al panorama actual de globalización, la crisis del sentido de la existencia colectiva no puede ser abstraída de los procesos de migración ni de la diversidad de cuestiones religiosas, étnicas y lingüísticas que éstos conllevan, como tampoco de la consecuente lucha por el reconocimiento y la libertad de elección de vida que las diversas comunidades buscan. Defender la pluralidad cosmogónica y la diversidad implica comprender la complejidad de las relaciones situadas en un panorama de perenne cambio a escala global. Para lograr esto se requiere una nueva imaginación que supere los procesos de integración y homogenización, esto es, una imaginación cosmopolita. Es aquí donde “La imaginación cosmopolita” de Gerard Delanty, que implica una visión de la sociedad como un proceso continuo de auto–constitución, nos da la pauta. Lejos de una propuesta cosmopolita que centre la problemática en el estudio de diversos modos y estilos de vida, tradiciones y formas de comunicación, Delanty propone un cosmopolitismo crítico capaz de conducir hacia la indagación de nuevas formas de ver el mundo y sus procesos sociales y económicos, considerando la pluralidad de culturas y personas que atraviesan por problemas comunes. La cuestión tiene implicaciones políticas, por lo que se requiere de una nueva imaginación que pueda comprender la determinación nacional o etnolingüística —como es el caso de los grupos minoritarios nativos— y, a la par, corresponder a una experiencia del proceso de globalización en el que está inmersa la sociedad. En eso consiste la imaginación cosmopolita de Delanty. Su comprensión del cosmopolitismo se funda en dos argumentos concretos: 1) la redefinición de la realidad social como llena de posibilidades inmanentes y 2) una concepción de la modernidad que enfatiza su naturaleza múltiple e interactiva.
Las relaciones sociales y culturales ya no pueden verse como algo que acontece en los límites territoriales o como determinaciones socioculturales, sino como un espacio caracterizado por la incertidumbre y la conflictividad, en el que las decisiones —sean individuales o colectivas— se definen por la complejidad de contextos globales. Así, el cosmopolitismo crítico propuesto por Gerard Delanty22 redefine la propuesta del multiculturalismo en tres dimensiones: 1) abandono de la distinción entre lo cultural y lo social —lo que exige una determinación cultural de los grupos étnicos minoritarios distinta de las determinaciones de la cultural oficial—; 2) reconsideración del multiculturalismo en términos que implican la discriminación y el racismo cotidiano como factores que no pueden simplemente resolverse con medidas administrativas, y 3) comprensión de que el reto frente a las comunidades multiculturales involucra procesos de migración global, mestizaje de la población y emergencia de nuevas formas de ser que superan la mera elección entre lo ya dado.
Considerar esas tres dimensiones resulta esencial para comprender la dimensión política del cuerpo y el desafío que ésta presenta para la configuración de un mundo distinto, uno en el cual la violencia ejercida por el régimen público sobre el cuerpo esté resuelta y superada en el surgimiento de nuevas formas de convivencia que permitan que vuelva a emerger la intersubjetividad marcada por la autoconciencia de la libertad, a la que Hegel aclama como el salto a la modernidad, y que actualmente está desmoronada al interior de la perspectiva de la persistencia de la colosal estructura. Reivindicar la dimensión individual, rescatándola de los imperantes retrógrados del colectivismo, instala al individuo en tanto sujeto del desmoronamiento, capacitado para ir más allá de la mera facticidad que entumece a toda la humanidad.
Conclusiones
De cara a la reproducción de identidades nacionales mediante políticas coercitivas y restrictivas, es importante subrayar que la precariedad del cuerpo inmigrante es resultado de la pretensión de soberanía de los Estados políticos y de la imaginaria amenaza que representa contra las costumbres y tradiciones locales, reproducida a través de discursos nacionalistas y religiosos. No obstante, volver a replantear el problema de la igualdad y la dimensión política del cuerpo no es una cuestión exclusiva de la vida precaria del migrante indocumentado. En este sentido, suscribo que la lucha no es exclusivamente relativa a los principios de “integración” y de “asimilación” como una vía posible de hacer la vida de los inmigrantes más asequible, sino que en ella deben sumarse todos aquellos que resultan marginados por el orden imperante. Insisto en que el llamado hacia el respeto por el pluralismo de las minorías implica también una forma equitativa de gobierno, ya que hablar de una democracia entraña la coexistencia y respeto por la heterogeneidad y la pluralidad.
Fuentes documentales
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1. Judith Butler, Deshacer el género, Paidós, México, 2021, p. 40.
2. Theodor Adorno, Consignas, Amorrortu, Buenos Aires, 1969, pp. 143–158.
3. Judith Butler, Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad, Amorrortu, Buenos Aires, 2009, p. 157.
4. Theodor Adorno y Walter Benjamin, Correspondencia (1928–1940), Trotta, Madrid, 1998, p. 114.
5. Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Folio, Barcelona, 2007.
6. Ibidem, p. 23.
7. Herbert Marcuse, Eros y civilización, Planeta DeAgostini, Barcelona, 1985, p. 27. Las cursivas se encuentran en el original.
8. Ibidem, pp. 27–28.
9. Theodor Adorno, Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Akal, Madrid, 2006.
10. Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Ariel, Barcelona, 2005, p. 7. Las cursivas se encuentran en el original.
11. “Foucault considera que la hipótesis represiva, que parece incorporar en su estructura el modelo de la sublimación, fracasa precisamente porque la represión genera los mismos placeres y deseos que se propone regular. Para él, la represión no opera sobre un campo preexistente de placer y deseo, sino que, más bien, constituye ese campo con todo aquello que debe ser regulado, aquello que está siempre potencial o realmente bajo la rúbrica de la regulación. El régimen represivo, como lo llama Foucault, exige su propio agrandamiento o proliferación”. Judith Butler, Mecanismos psíquicos del poder. Teorías sobre la sujeción, Cátedra, Valencia, 2001, p. 69.
12. Ibidem, p. 90.
13. Ibidem, p. 29.
14. Ibidem, p. 157.
15. Ibidem, p. 143.
16. Ibidem, p. 183.
17. Judith Butler, Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy, Penguin Random House Grupo Editorial, Madrid, 2020, p. 54.
18. Ibidem, p. 16.
19. Marvin Bautista, “Migrantes se encadenan ante falta de atención del inm” en Diario del Sur, 7 de febrero de 2022, https://www.diariodelsur.com.mx/local/migrantes-se-encadenan-ante-falta-de-atencion-del-inm-7831092.html Consultado 10/iii/2022.
20. Judith Butler, Violencia de Estado, guerra, resistencia. Por una nueva política de la izquierda, Katz Editores, Madrid, 2011, p. 62.
21. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 2010, p. 374.
22. Gerard Delanty, The Cosmopolitan Imagination. The Renewal of Critical Social Theory. Cambridge University Press, Nueva York, 2009, pp. 132–133.