Patologías de la yoidad: una lectura secular de La enfermedad mortal
Fernando Rudy Hiller*
Recepción: 26 de septiembre de 2024
Aprobación: 19 de noviembre de 2024
Resumen. Rudy Hiller, Fernando. Patologías de la yoidad: una lectura secular de La enfermedad mortal. En este artículo abordo, con ayuda de Søren Kierkegaard, las preguntas siguientes: ¿cómo es posible que una persona cambie para mejor? y ¿cuáles son los principales obstáculos que enfrenta en su proyecto de cambio? Toda persona, sostiene Kierkegaard, es una síntesis de facticidad y posibilidad, y tiene como tarea forjarse un yo que unifique adecuadamente ambos polos de su ser. De acuerdo con él, los fallos en alcanzar una síntesis tal se manifiestan como desesperación. De acuerdo con mi análisis, en el caso de la persona que busca cambiar, la desesperación se revela como un impotente cinismo o como un omnipotente fantaseo. En el artículo diagnostico esta situación con base en La enfermedad mortal y ofrezco, asimismo, una vía de solución que procura prescindir de los elementos religiosos que apuntalan dicha obra.
Palabras clave: cambio, desesperación, yo, Kierkegaard, facticidad, posibilidad.
Abstract. Rudy Hiller, Fernando. Pathologies of Selfhood: A Secular Reading of The Sickness Unto Death. In this article I draw on Søren Kierkegaard’s thinking to address the following questions: How is it possible for people to change for the better? And what are the obstacles that people face in their project of change? Each person, Kierkegaard argues, is a synthesis of facticity and possibility, and their job is to forge a self that adequately unifies both poles of their being. In his view, failures to achieve such a synthesis provoke despair. In my analysis, in the case of a person who wishes to change, despair manifests itself as helpless cynicism or as all–powerful fantasizing. In the article I diagnose this situation based on The Sickness Unto Death and at the same time I propose a solution that leaves out the religious elements that underpin Kierkegaard’s argument.
Key words: change, despair, self, Kierkegaard, facticity, possibility.
* Doctor en Filosofía por la Universidad de Stanford. Investigador del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México. rudy@filosoficas.unam.mx
El pensador subjetivo tiene la tarea de entender concretamente lo abstracto […] entiende qué es el ser humano en términos de ser este ser humano en particular.
— Søren Kierkegaard1
Introducción
La conocida “Oración de la serenidad”, asociada a los grupos de Alcohólicos Anónimos, comienza con estas profundas palabras:
Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar y sabiduría para entender la diferencia.
Condensada en tres breves líneas, encontramos aquí la esencia de la doctrina kierkegaardiana del ser humano como una síntesis de posibilidad y necesidad que fue tan decisiva para el pensamiento existencialista del siglo xx, junto con la idea —igualmente central para Søren Kierkegaard— de que el autoconocimiento es la condición sine qua non para unificar armoniosamente los polos opuestos de nuestro ser. En esa medida, esas líneas son un resumen magistral de La enfermedad mortal, libro en el que Kierkegaard expone con mayor claridad que en cualquier otro texto suyo2 la tarea de autoformación que compete a cada ser humano.
Mi propósito en este trabajo es proponer una lectura de dicha obra —de su primera parte, más precisamente—, guiada por las coordenadas establecidas en la Oración de la serenidad, es decir, por la interacción entre facticidad, posibilidad y autoconocimiento. Todo ser humano tiene por misión ineludible formarse libremente a sí mismo a partir de los materiales que le son dados por su realidad corporal, psíquica y social.3 El problema, sin embargo, radica en que no es autoevidente dónde termina la facticidad y dónde comienza la posibilidad; o, en los términos de la plegaria, cuál es la frontera que delimita lo que cada quien puede y lo que no puede cambiar. Ahora bien, como se indica en ella, para descubrir dicha frontera se requiere una buena dosis de sabiduría enfocada hacia uno mismo, puesto que su función es, precisamente, ayudar a cada quien a adjudicar de manera realista los respectivos dominios de su facticidad y de su posibilidad, los cuales no tienen por qué ser idénticos para todos.
Pero conseguir esto —una autocomprensión realista de uno mismo— es infinitamente más fácil decirlo que hacerlo, ya que nos vemos acosados por dos peligros opuestos: por un lado, si acepto sin reparos mi facticidad (“así soy y háganle como quieran”), corro el riesgo de caer en el cinismo; y, por el otro, si me monto sin más en el caballo alado de la posibilidad,4 el peligro consiste en perderme en la fantasía (“puedo ser cualquier cosa que desee” “el límite es el cielo”). El objetivo aquí será ofrecer, con ayuda de Kierkegaard, una descripción de algunas de las dificultades o “patologías”5 que enfrenta una persona que trata de sortear con éxito ambos escollos, así como un esbozo de solución igualmente inspirado en la propuesta kierkegaardiana. Como estudio de caso, usaré el de alguien que busca reencauzar su vida en un momento crítico —el tipo de persona que, en instantes de flaqueza, estaría tentada a recurrir a la Oración de la serenidad—.
Ahora bien, tal y como el título del presente artículo indica, la lectura que me propongo hacer de La enfermedad mortal es de carácter secular. Por “lectura secular” se entiende una interpretación del texto que prescinda lo más completamente posible de todo sustrato religioso a fin de iluminar, con independencia de la teología cristiana que enmarca la obra, las “patologías” a las que es susceptible una persona en el proceso de construcción de su personalidad. En defensa de esta lectura, debo aclarar que el mío no es un proyecto de interpretación de Kierkegaard sin más, sino, más bien, un proyecto de auto–interpretación. Es decir, en consonancia con el epígrafe que encabeza el trabajo, la finalidad es entender al ser humano —más modestamente, comenzar a entender las patologías de la yoidad a las que está sujeto el ser humano— a partir de la comprensión de este ser humano en particular que soy yo mismo. Y dado que este ser humano en particular que soy yo mismo es, para bien o para mal, ateo, mi proyecto de autointerpretación no tiene más remedio que ser ateo también.6
Una última aclaración: en el trabajo se habla de patologías de la yoidad (este último término es aceptado por la Real Academia Española y significa “condición de ser [un] yo”) en lugar de simplemente “patologías del yo” porque esta última denominación sugiere enfermedad mental —esquizofrenia o narcicismo, por ejemplo—, mientras que el fenómeno que me interesa, y el cual ocupa a Kierkegaard en La enfermedad mortal, no es en absoluto de ese tipo: no se trata de un padecimiento con posibles causas orgánicas que aqueja, en contra de su voluntad, a un yo constituido, sino, por el contrario, consiste en un padecimiento libremente autoinfligido (si bien, usualmente, oculto por el autoengaño) que aqueja a un yo en el proceso de su autoconstitución. No es, en otras palabras, una enfermedad psicológica, sino, si se quiere, una enfermedad espiritual. La enfermedad a la que alude Kierkegaard consiste en un yo que se resiste a ser sí mismo y que busca, en consecuencia, librarse de sí mismo para convertirse en otro, queriendo efectuar así “la transformación más insensata de todas las transformaciones”.7
El trabajo consta de cuatro partes. En las primeras tres (“El yo como tarea”, “El papel del autoconocimiento” y “El yo como unidad de opuestos”) se expone la concepción kierkegaardiana del yo como una autorrelación que sintetiza los opuestos que constituyen al ser humano, así como la tarea de autoconstitución que es, para Kierkegaard, la principal misión de toda persona y el papel que el autoconocimiento juega en ella. La cuarta sección está dedicada a analizar cómo se manifiestan las patologías de la yoidad en el estudio de caso propuesto, así como a describir una de las “curas” sugeridas en la obra kierkegaardiana.
El yo como tarea
La tan famosa como críptica definición del yo que ofrece Kierkegaard en La enfermedad mortal reza lo siguiente: “El yo es una relación que se relaciona consigo misma, o dicho de otra manera: es lo que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma. El yo no es la relación, sino el hecho de que la relación se relacione consigo misma”.8
Aclarando un tanto este galimatías, Kierkegaard comenta más adelante: “Una persona es tan incapaz de librarse de la relación consigo misma como de librarse a sí misma de su yo, el cual, después de todo, es una y la misma cosa [que aquella relación], puesto que el yo es la relación con uno mismo”.9
El segundo pasaje es, sin duda, más claro que el primero, en tanto sugiere una concepción del yo que es, filosóficamente hablando, un lugar común: el yo es la relación de reflexividad que toda persona tiene consigo misma o, con otras palabras, la conciencia que tiene de sí. No obstante, la concepción kierkegaardiana del yo no se limita en absoluto a la autoconciencia. La enfermedad mortal de la que habla Kierkegaard—la desesperación de querer y no poder librarse de uno mismo— es calificada por él como una “enfermedad del yo”,10 lo cual, desde luego, no significa que se trate de una enfermedad de la autoconciencia. De modo que, si bien la concepción kierkegaardiana del yo incluye la autoconciencia, va mucho más allá de ella. Kierkegaard da a entender que esta última es relevante en la medida en que depende de ella la característica definitoria del yo, a saber, su libertad: “esta síntesis [que es el yo] es una relación que […] se relaciona consigo misma, lo cual equivale a la libertad. El yo es libertad”.11
¿Por qué afirma Kierkegaard que la relación con uno mismo “equivale” a la libertad? La idea es ésta: así como la conciencia dirigida hacia un objeto externo hace posible, en principio, manipularlo libremente (por ejemplo, para poder mover de sitio este libro debo primero ser consciente de que está ahí sobre la mesa), de igual modo la conciencia dirigida hacia “dentro” —hacia sí mismo— permite manipularse o, mejor dicho, moldearse a uno mismo libremente. En efecto, al ser consciente de mí mismo —al detectar que soy algo en el mundo distinto e independiente de todo lo que me rodea y, en particular, al cobrar conciencia de mis propios procesos mentales— se vuelve posible para mí ejercer control sobre quién soy. Así, el hecho de que la relación que es el yo se relacione consigo misma —esto es, que posea conciencia de sí— dota a ésta de un poder muy especial: el de moldearse a sí misma. Así pues, el yo, para Kierkegaard, consiste, antes que nada, en un poder: es la capacidad —como veremos más adelante— para moldearse a uno mismo sintetizando en una unidad superior los polos opuestos que componen al ser humano.
Pero, derivado de lo anterior, el yo es asimismo una actividad y una tarea. Es actividad puesto que involucra el ejercicio del poder o capacidad antes consignado. Para Kierkegaard, en efecto, lejos de ser una sustancia, el yo debe ser entendido en términos procesales: “El yo siempre está en devenir en todos y cada uno de los momentos de su existencia, puesto que el yo [en tanto potencialidad] realmente no existe, sino que meramente es algo que tiene que hacerse”.12 Sin embargo, el yo no es una actividad entre otras ante la cual pudiéramos permanecer indiferentes; por el contrario, la actividad de autoformación del yo es, para los seres humanos, una tarea que se nos impone necesariamente, lo queramos o no. En términos sartreanos, estamos condenados a forjarnos un yo.13
Lo anterior no implica, desde luego, que todo el mundo logre forjarse un yo; al contrario, Kierkegaard está convencido de que la desesperación, entendida como el deseo de librarse del propio yo, es una condición que, en un momento u otro, y bajo diversas formas, aqueja a todas las personas sin excepción. Peor aún, la forma más común que adopta la desesperación, de acuerdo con él, es la ignorancia de ser —o, mejor dicho, de tener que ser— un yo.14 Dado lo extenuante de la tarea, y dada su ineluctable relación con estados de ánimo aversivos como la angustia y la desesperación, el grueso de la humanidad adopta formas de vida cuyo principal cometido es ocultársela y, así, en la medida de lo posible, librarse de ella. No obstante, una de las tesis fundamentales de Kierkegaard es que tanto la ignorancia de tener que ser un yo como el deseo de librarse de la tarea de serlo son, en sí, actividades y no meros padecimientos.15 En otras palabras, la desesperación es el resultado de conducir por caminos errados la ineludible tarea que cada quien, por el hecho mismo de existir como ser humano,16 tiene ante sí y, en ese sentido, incluso quienes fingen desconocerla están inmersos en ella.
Pero ¿en qué consiste exactamente la tarea que se nos impone al tener que ser un yo? En mi interpretación —que no es, me parece, demasiado controvertida—, la tarea a la que Kierkegaard hace referencia no es otra que la de forjar la propia personalidad. ¿Qué quiere decir esto? Para comprenderlo es preciso echar mano del texto central en el segundo volumen de O lo uno o lo otro, “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad”. Ahí Kierkegaard —a través de su pseudónimo en turno, el juez Guillermo— formula la siguiente pregunta: “¿O puedes imaginarte algo más horrible que el que tu naturaleza acabe disolviéndose en algo múltiple, que llegues realmente a ser muchos, una legión […] y que pierdas de esa manera lo que hay de más íntimo y sagrado en un ser humano, el poder de cohesión de la personalidad?”.17
La personalidad es, pues, la capacidad que poseemos los seres humanos para dotar de cohesión a nuestra vida a través de lo que Kierkegaard llama “la elección de sí mismo”. Toda vida humana es una mezcla inextricable de azares y decisiones que, en conjunto, conforman un agregado de eventos —tristes, alegres e indiferentes— que se suceden unos a otros en un encadenamiento aparentemente interminable. En vista de ello, el peligro que nos acecha es que nuestra vida acabe resolviéndose en una mera suma de esos azares y decisiones sin coherencia alguna. Y la única forma de sortear ese peligro —sostiene el juez Guillermo— es aceptando todo lo que constituye y ha constituido nuestra vida como una serie de tareas a las que cada quien debe hacer frente y que, en última instancia, deben ser pensadas como fruto de una libre elección. Sólo de esa manera es posible evitar la dispersión de la vida en episodios discretos y convertirla en una historia coherente:
En eso consiste, en efecto, la dignidad eterna del ser humano, en poder tener una historia, eso es lo que hay de divino en él, que él mismo, si así lo quiere, puede dar continuidad a esa historia; de hecho, sólo puede obtener esa continuidad si ésta no es el conjunto de lo que me ha sucedido o acontecido, sino mi propia obra, de manera que incluso aquello que me ha sucedido es transformado y transferido por mí de la necesidad a la libertad.18
Transformar la necesidad en libertad no significa que deba concebir incluso las peores desgracias que pudieran acaecerme como productos de mi libre elección, lo cual obviamente sería ridículo. El punto es, más bien, que debo concebirme como libre de elegir cómo enfrentaré incluso las peores desgracias, las cuales no deben verse como meros sucesos ante los cuales soy una víctima pasiva, sino, de nueva cuenta, como tareas que las circunstancias me imponen y respecto de las cuales soy libre de elegir cómo responder.19
Un inmejorable ejemplo de esta actitud lo ofrece el estremecedor relato de Viktor Frankl acerca de su confinamiento en un campo de concentración nazi. Frankl explica que los prisioneros con más posibilidades de sobrevivir no eran, contra lo que podría pensarse, aquellos que poseían una mayor robustez física, sino quienes lograban encontrar un sentido al sufrimiento gracias a la certeza de que debían hacer todo lo posible por mantenerse con vida para continuar con la labor que la guerra les había interrumpido (como médicos, científicos, artistas, etcétera) o regresar con sus seres queridos. Así, en vez de concebirse solamente como víctimas de una terrible injusticia —que lo eran sin duda—, lograban verse como agentes cuyas circunstancias les exigían determinadas actitudes y acciones si querían aumentar sus probabilidades de sobrevivir. De esa forma, su cautiverio dejaba de ser tan sólo una atroz pesadilla que sería mejor olvidar y pasaba a formar parte de la historia de su vida. Ello no significa, desde luego, que los sobrevivientes pensaran que, después de todo, esa experiencia había sido valiosa o digna de vivirse nuevamente; pero sí implica que cobraba un sentido que habría sido imposible encontrar de otra manera. En plena concordancia con la concepción ética propugnada por el juez Guillermo, Frankl concluye que “En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo”.20
En suma, la personalidad es para Kierkegaard un poder cohesionador capaz de dotar de coherencia a nuestra vida a través del tiempo, permitiéndole así adquirir una historia y elevarse por encima de la dispersión en episodios inconexos. De esto se desprende que la personalidad no es una entidad estática o plena en su ser, sino un proceso o actividad que continúa mientras la vida lo haga. Y, como quedó dicho antes, la personalidad no es una actividad entre otras, sino una tarea —según Kierkegaard, la principal tarea— que los seres humanos tenemos ante nosotros y que es ineludible, pues incluso el intento de rehuirla es una manera de responder a ella. En razón de lo expuesto hasta aquí, me parece justificada la interpretación según la cual, para Kierkegaard, la personalidad es el yo.
El papel del autoconocimiento
En el subtítulo anterior se aclaró que, de acuerdo con Kierkegaard, la propia personalidad está cimentada en la elección que cada quien debe hacer de sí mismo. Ahora bien, ¿qué papel juega el autoconocimiento en esa elección? La respuesta nuevamente la provee el juez Guillermo en el decurso de su larga invectiva en contra de la concepción estética de la vida:
Aquel que se elige a sí mismo de manera ética se elige a sí mismo concretamente como este individuo determinado […]. El individuo toma entonces conciencia de sí como este individuo determinado, dotado de estas facultades, estas inclinaciones, estos impulsos, estas pasiones, influido por este ambiente determinado, como producto preciso de un entorno preciso. Pero al tomar conciencia de sí de esta manera, lo asume todo bajo su responsabilidad.21
Tomado fuera de contexto, este pasaje podría producir la errada impresión de que elegirse a uno mismo significa simplemente aceptar sin más la propia facticidad —quien uno, de hecho, es—. No obstante, esta interpretación queda desmentida de inmediato cuando el pseudónimo añade que “esa concreción es la realidad del individuo, pero puesto que la elige según su libertad, puede decirse también que es su posibilidad, o, para no utilizar una expresión tan estética, que es su tarea”.22 Es decir, si bien conocerse y aceptarse a uno mismo es, sin duda, un aspecto central de la autoelección que marca el punto de quiebre entre la existencia estética y la existencia ética, es sólo el principio. La pregunta clave para el individuo que adopta la vida ética no es “¿quién soy” sino “¿qué quiero hacer con esto que soy?”. Es cierto que, para responder a ésta, se necesita primero dar solución a aquélla; por esto el pseudónimo señala la importancia del autoconocimiento, el cual permite al individuo “penetra[r] con su conciencia su entera concreción”.23 Al mismo tiempo, sin embargo, el juez Guillermo enfatiza que el autoconocimiento no es sino el comienzo de la vida ética, pues ésta es fundamentalmente acción y no contemplación: “ese conocimiento no es una mera contemplación […] es un recapacitar sobre sí mismo que es de suyo un actuar […]. Conociéndose a sí mismo, el individuo no da el asunto por terminado, sino que ese conocimiento es sumamente fructífero y de ese conocimiento surge el individuo verdadero”.24
El autoconocimiento que interesa a Kierkegaard “es de suyo un actuar” en la medida en que involucra tanto la propia facticidad como la propia posibilidad, la cual, como señala el juez, impone inmediatamente una tarea (la tarea de volver reales las posibilidades imaginadas). De manera que “ese yo que el individuo conoce es a la vez el yo real y el yo ideal que el individuo tiene fuera de sí como la imagen a cuya semejanza debe formarse y que por otro lado tiene, sin embargo, en sí, ya que es él mismo”.25 Dicho en palabras llanas, el autoconocimiento relevante para la elección de uno mismo involucra un delicado equilibrio entre lo que soy y lo que quiero ser, entre mi facticidad y mi posibilidad. Es verdad que, como apunta Kierkegaard en La enfermedad mortal, la imaginación es el medio de la posibilidad:26 para saber quién quiero ser, debo ser capaz de imaginar cómo podría ser. No obstante, si quiero evitar caer en la mera fantasía, la imaginación debe estar firmemente anclada en el autoconocimiento; o, en otras palabras, mi yo ideal debe estar firmemente anclado en mi yo real.
En lo que resta del artículo me dedicaré a analizar la compleja interacción al interior de la tríada facticidad–posibilidad–autoconocimiento. En particular, abordaré los desbalances en ésta, que, de acuerdo con Kierkegaard, son responsables de las patologías de la yoidad.
El yo como la unidad de opuestos
De vuelta a La enfermedad mortal, y más específicamente a la caracterización que ahí se hace del yo como capacidad de unificar los opuestos que constituyen al ser humano, tenemos que este último “[…] es una síntesis de infinitud y finitud, de temporalidad y eternidad, de libertad y necesidad […]. Y una síntesis es la relación entre dos términos. El ser humano, considerado de esta manera, no es todavía un yo […]. Si la relación [entre dos términos] se relaciona consigo misma, entonces esta relación es lo tercero positivo, y esto es cabalmente el yo”.27
El ser mismo del ser humano, sostiene Kierkegaard, es una mezcla de opuestos; y el yo —o la personalidad— es la facultad de unificarlos en una unidad superior (en un “tercero positivo”). En los términos empleados en las secciones anteriores, la personalidad es la actividad de amalgamar en un todo coherente los materiales contradictorios provistos por la infinitud y la finitud, la eternidad y la temporalidad, la posibilidad28 y la necesidad. Ahora debemos dilucidar con más precisión cómo la personalidad amalgama opuestos y, posteriormente, cuáles son los escollos que acechan en este proceso de amalgamiento.
Para empezar es necesario hacer notar —sólo para dejarla de lado— una complicada cuestión exegética. Como se abordó líneas atrás, Kierkegaard propone tres pares de opuestos como constituyentes del ser del ser humano. La cuestión es la siguiente: ¿cada uno de estos pares denota aspectos distintos del ser mismo del ser humano o, por el contrario, son diferentes maneras de expresar una sola y única tensión inherente a él? Si bien la opinión de los comentaristas está dividida,29 la mayoría piensa que al menos las díadas infinitud–finitud y posibilidad–necesidad refieren a una misma tensión —la tensión entre el yo ideal y el yo real—, mientras que la díada eternidad–temporalidad sí apuntaría a algo distinto.30 A pesar de la aparente plausibilidad de esta opinión, pienso que es un error identificar, por un lado, las categorías de infinitud y posibilidad y, por el otro, las categorías de finitud y necesidad.31 Sin embargo, dado que, como señalé al inicio, el propósito de este artículo no es primordialmente exegético sino autointerpretativo, me tomaré la libertad de eludir una discusión detallada de esta cuestión y en lo que sigue me concentraré exclusivamente en la díada posibilidad–necesidad.
La díada posibilidad–necesidad refiere, pues, a la distinción entre el yo ideal y el yo real que, como vimos antes, es central en la elección de uno mismo. Por un lado, la categoría de necesidad mienta aquello que de hecho soy y he sido hasta este momento de mi vida (una mezcla de azares y decisiones), así como las circunstancias en las que debo ejercer mi agencia aquí y ahora. Todo esto constituye el yo real. Por el otro lado, la categoría de posibilidad refiere a aquello que podría llegar a ser a partir de lo que soy, tomando en cuenta, por supuesto, las opciones que mis circunstancias concretas me presentan. En otras palabras, apunta al yo ideal. A partir de este punto, me referiré a lo primero —adoptando el léxico de los filósofos existencialistas posteriores— como mi “facticidad” y a lo segundo como mi “posibilidad”.
¿Cómo es que la personalidad amalgama en un todo coherente la facticidad y la posibilidad? No será una sorpresa si en este punto se apela de nuevo a la elección de uno mismo y, más específicamente, a la noción —que Kierkegaard no emplea— de “plan de vida”. Quedó esclarecido líneas atrás que la pregunta clave en el estadio ético es “¿qué quiero hacer con esto que soy?”. La respuesta implica formular un plan de vida, el cual marca la pauta para construir lo que todavía no soy a partir de los materiales provistos por quien ya soy (mis gustos, mis talentos, mis recursos materiales, las opciones que mi medio social abre ante mí, mis compromisos previamente adquiridos, etcétera).32 Desde luego, la mera formulación de un plan de vida no basta; se trata de ponerlo en práctica o, en términos kierkegaardianos, de hacer realidad las posibilidades que se han concebido. Es precisamente esa actividad (materializar posibilidades aquí y ahora) la que permite conjuntar mi facticidad y mi posibilidad en una unidad superior; y es “superior” en la medida en que no es ni pura facticidad ni pura posibilidad, sino, por decirlo así, una posibilidad factualizada o concretizada. Usando la díada infinitud–finitud, Kierkegaard expresa del modo siguiente la manera en que se amalgaman los pares de opuestos en la actividad de autoconstitución del yo: “Llegar a ser sí mismo es hacerse concreto. Pero hacerse concreto no significa que uno llegue a ser finito o infinito, ya que lo que ha de hacerse concreto es ciertamente una síntesis. Por lo tanto, la evolución [del hacerse uno mismo] consistirá en un infinito alejarse de sí mismo en la infinitización del yo y en un infinito regresar a sí mismo en el proceso de finitización”.33
Uno se aleja de sí mismo —de quien uno, de hecho, es— al proyectar cómo podría ser, pero retorna a sí mismo al concretizar sus proyectos aquí y ahora. Así, la implementación del propio plan de vida —o, lo que es lo mismo, el desarrollo de la propia personalidad— consigue sintetizar continuamente —pues sólo con la muerte se arriba a un término final— los polos opuestos que constituyen nuestro ser y, de esa manera, logramos darnos a nosotros mismos una personalidad definida y una historia propia.
Patologías de la yoidad
Si aquí concluyera el texto, tendría un final feliz. Pero recuérdese que el objetivo es analizar cómo los procesos descritos anteriormente pueden descarrilar. Kierkegaard opina que esta tarea —constituirse en un yo— no sólo es la más difícil de todas, sino que, además, todo mundo, en un momento u otro, ha fallado en ella y, por consiguiente, ha caído en las garras de la desesperación. Esta última es la enfermedad del yo —o, más precisamente, de un yo en proceso de construcción— por la cual se produce una “discordancia” en la relación que el ser humano, en cuanto síntesis de opuestos, tiene consigo mismo.34 Kierkegaard enfatiza una y otra vez que esa discordancia es cualitativamente distinta de cualquier otra enfermedad, en la medida en la que no es algo que le ocurre a una persona, sino, por el contrario, es algo que ella se inflige a sí misma y, en consecuencia, respecto de lo cual es responsable.35
A primera vista podría parecer equivocado e, incluso, cruel afirmar que la desesperación es necesariamente autoinfligida. No obstante, al menos en los términos planteados por Kierkegaard, tal afirmación es correcta. Puesto que mi yo o mi personalidad es una actividad que únicamente me compete a mí mismo (nadie puede construir mi yo en mi lugar), los fallos en la relación que mantengo conmigo mismo sólo pueden ser atribuidos a mí. Esa autorrelación es, en efecto, la manifestación por excelencia de mi agencia. De hecho, Kierkegaard insiste en que el primer paso en el camino de la sanación (el camino para librarse de la desesperación) es caer en cuenta de que yo soy responsable de mi estado desesperado.36 Ahora bien, si se acepta lo anterior, cabe preguntarse lo siguiente: ¿por qué me haría eso a mí mismo? ¿por qué me causaría ese terrible sufrimiento, ese “estar muriendo lentamente” que nunca termina por consumirse a sí mismo?37 La respuesta estriba en que, si bien la desesperación es obra del desesperado mismo, no es un objetivo que éste se proponga, sino, más bien, la consecuencia de desempeñar erradamente la tarea fundamental que le incumbe en tanto ser humano, a saber, la construcción de su personalidad (lo cual, como vimos en la sección anterior, es lo mismo que construir y desarrollar un plan de vida). En otras palabras, el propósito del desesperado es, como el de todos, llevar una vida satisfactoria; sin embargo, al hacerlo equivocadamente, cae en la desesperación.
El diagnóstico general de Kierkegaard es que la desesperación surge como consecuencia de un desbalance (o discordancia) entre la facticidad y la posibilidad. Posteriormente, complejiza el análisis introduciendo la variable adicional de qué tanta conciencia tiene la persona misma de la naturaleza de la desesperación (como un acto en vez de un padecimiento) y de su propio estado desesperado. Mi propósito aquí no es repasar en detalle todas las manifestaciones de la desesperación que Kierkegaard analiza —desde la desesperación que se ignora a sí misma hasta la más autoconsciente y agresiva—, sino concentrarme, como se anunciaba al inicio, en la interacción entre facticidad, posibilidad y autoconocimiento en un caso concreto.
El caso concreto tiene que ver con una encrucijada que todos hemos enfrentado alguna vez: la encrucijada del cambio. A todos nos llega a ocurrir que algún aspecto de nuestra vida —e, incluso, nuestra vida como un todo— nos parece, con buenas razones, totalmente descaminado y entonces nos decimos “esto no puede seguir así, tengo que cambiar”. Quizá se trate de superar una adicción, de reavivar una relación de pareja cada vez más distante, de modificar un nocivo rasgo de carácter, de vencer un profundo miedo, de aprender a perseverar en las propias resoluciones o incluso de encontrar sentido a una vida que va a la deriva, entre infinitas posibilidades más. El punto importante es que, en una situación tal, se produce un terrible choque entre lo que soy y lo que quiero ser, entre mi facticidad y mi posibilidad; y, en consecuencia, el peligro de caer o bien en el cinismo o bien en la fantasía —instancias ambas de la desesperación— es mayúsculo.
Para aterrizar la discusión enfoquémonos en el caso de un alcohólico que está comprometido a superar su adicción. El primer escollo que deberá enfrentar es, por supuesto, que él, de hecho, es alcohólico. Ése es su punto de partida, su realidad, su facticidad. De nada le serviría negarlo, pues hacerlo sólo empeoraría las cosas (“como no soy alcohólico, puedo beber una copa más”). Así, el primer paso es aceptar quien de hecho es. Pero ¿qué implica esto? Supongamos que en una fiesta su pareja lo encuentra, una vez más, ahogado en alcohol y se lo echa en cara. ¿Qué diríamos de él si contestara “¡déjame en paz, ¿qué no ves que soy alcohólico?!”? Sin duda lo tacharíamos de cínico. Ahora bien, supongamos que un par de personas contemplan la escena y una le dice a la otra “no me sorprende de X, es un alcohólico perdido”. ¿Diríamos en este caso que la persona es cínica al expresarse así de X? Por supuesto que no. Al contrario: si también nosotros contásemos con evidencia de que X es, en efecto, un alcohólico perdido, respaldaríamos su dicho.
La diferencia entre la afirmación que el alcohólico hace de sí mismo y una idéntica afirmación realizada por alguien más estriba en la relación que el alcohólico tiene con su propia facticidad y, en específico, con su ser alcohólico. En su caso, su facticidad no es meramente facticidad; no es algo que simplemente esté allí para ser contemplado (y chismorreado) como un hecho del mundo, como sí lo es para los observadores desinteresados. Si de verdad está comprometido a cambiar, su ser alcohólico le plantea un problema o, más precisamente, una pregunta: “¿qué vas a hacer con esto que eres?”.38 En los términos del juez Guillermo, su ser alcohólico le impone una tarea: superar su alcoholismo. Aceptar su facticidad equivale a aceptar esta tarea, no a regodearse en su ser alcohólico. Por ello los observadores —y, en particular, su pareja— reaccionarían indignados ante el intento del alcohólico de parapetarse tras su alcoholismo y le dirían cosas como “si bien es cierto que eres alcohólico, no puedes apelar a ello para justificar tu comportamiento”.
Si el alcohólico acepta la reconvención y reafirma su voluntad de cambiar, entonces entrarán en juego su posibilidad y su yo ideal (en el sentido de un yo que todavía no es, aunque podría llegar a ser; no en el sentido de un yo idealizado). Diremos, pues, que es posible para el alcohólico dejar de serlo, transitar de un yo alcohólico a uno que no lo es. Eso es fácil de decir, pero difícil en extremo de hacer, en gran medida porque su facticidad se anuncia de nueva cuenta como un obstáculo formidable. Supongamos que la persona en cuestión ha padecido alcoholismo durante diez años, a lo largo de los cuales ha realizado repetidos e infructuosos intentos de superarlo. Ello implica que posee, para su infortunio, abrumadora evidencia en contra del éxito de su actual propósito, el cual se aproxima peligrosamente a una vana fantasía, en el mejor de los casos, y a un grosero autoengaño, en el peor. Imaginemos que, hecho un mar de lágrimas, en vez de espetarle a su pareja que lo deje continuar con su alcoholismo en paz, el alcohólico afirma: “¡perdóname, juro que nunca volverá a suceder!”. Comprensiblemente, un arrebato tal le significará a su pareja un muy pobre consuelo. De igual forma, si el alcohólico despierta un día diciéndose “¡ya está, soy otro, nunca volveré a beber!”, tendríamos buenas razones para pensar que se está autoengañando, pues, como señala Kierkegaard, el yo no puede cambiar con la misma facilidad con que uno se cambia de vestimenta.39
De modo que el alcohólico —y lo mismo vale para los otros ejemplos consignados líneas atrás: la persona que quiere restablecer una relación de pareja o modificar un pernicioso rasgo de carácter o vencer un profundo miedo o aprender a perseverar en sus proyectos o encontrar sentido a una vida que no va a ningún lado—, a pesar de su sincero deseo de cambiar, es presa fácil de la desesperación, sea bajo la modalidad del cinismo, sea bajo la modalidad de la fantasía. En el primer caso, su desesperación consiste en abrazar su facticidad como si fuera algo inamovible y, escudado en ella, adoptar una actitud desafiante ante el mundo (“¡ya verán qué tan alcohólico puedo llegar a ser!”). En el segundo, su desesperación se manifiesta como una fuga al reino de la imaginación, en donde, al igual que la paloma de Kant, el desesperado se figura que su vida sería mucho más sencilla al verse por completo libre de las ataduras de la facticidad (“¡a partir de hoy soy otro!”).
Algo muy parecido a la oscilación del alcohólico entre la fantasía y el cinismo es analizado por Kierkegaard bajo el rótulo de “desesperación de la obstinación”, la cual también se caracteriza por un desesperado bascular, en este caso, entre la omnipotencia y la impotencia. El desesperado que se cree omnipotente se identifica exclusivamente con su posibilidad, con su yo ideal (ahora sí en el sentido de idealizado), y pretende cortar las amarras con su facticidad: “Y es cabalmente este yo [infinito] el que el desesperado quiere ser […]. Con el recurso de esta forma infinita pretende el yo, desesperadamente, disponer de sí mismo o ser su propio creador, haciendo de su propio yo el yo que él quiere ser, determinando a su antojo todo lo que su yo concreto ha de tener consigo o ha de eliminar”.40 Esta clase de desesperado se rehúsa a ver su yo real como una tarea; y, en su lugar, lo concibe como un lastre del cual debe deshacerse a como dé lugar.41 El problema, desde luego, es que, a menos que el yo pretendidamente omnipotente se precipite de manera definitiva hacia la locura, tarde o temprano se topará con su realidad, con quien él de hecho es y con las circunstancias concretas que limitan su agencia. Pero ello, lejos de arrancarlo de su desesperación, lo arrojará más hondamente en ella, al pasar de su imaginada omnipotencia a una igualmente simulada impotencia. Una personal tal
[…] se ha convencido de que ese aguijón en la carne […] está tan profundamente clavado que le es imposible hacer abstracción del mismo, de suerte que es mejor para él aceptarlo por siempre, por así decir […]. Quiere tercamente ser sí mismo, no a pesar [del aguijón] ni sin él […]. Lo único que quiere, a despecho de toda la existencia, es ser sí mismo con el aguijón bien clavado, hasta el punto de casi regodearse en sus tormentos.42
El “aguijón en la carne” —el alcoholismo para el alcohólico, el desamor para el desenamorado, la irascibilidad para el irascible, el apocamiento para el apocado, la inconstancia para el inconstante, la depresión43 para el depresivo— es aquella parte de la propia facticidad que el desesperado quisiera hacer desaparecer por arte de magia y que, al no conseguirlo, se vuelve, paradójicamente, el objeto de una perversa pasión. Kierkegaard califica esta pasión masoquista como “demoniaca”,44 aunque bien merece también el epíteto de “infantil”, ya que es el resultado de una decepción causada por una concepción inmadura del mundo y de uno mismo, como si el desesperado se dijera “manifesté mi sincera voluntad de cambiar, pero el mundo y yo mismo no cambiamos ipso facto. ¡Así que ya verán hasta qué punto seré quien de hecho soy!”.
En suma, lo que anteriormente parecía ser una tarea ardua, sí, mas no imposible de llevar a buen puerto —la tarea de construir una personalidad y una historia propias conjuntando armoniosamente la facticidad y la posibilidad—, se revela ahora como un tormento sin salida, al menos en el caso concreto que nos ha ocupado aquí, el de una persona resuelta a darle un giro a su vida. ¿Qué solución propone Kierkegaard?
La solución que nos ofrece La enfermedad mortal es de carácter religioso. Lo contrario de la desesperación —que en la segunda parte del libro se identifica con el pecado— es la fe, entendida como la condición del yo en la cual no sólo acepta ser sí mismo, sino que además “se apoya de manera transparente en el poder que lo ha creado”,45 es decir, en Dios. La ayuda divina, sostiene Kierkegaard, es indispensable para superar la demencial oscilación que va de la pretendida omnipotencia (la fantasía) a la fingida impotencia (el cinismo). Por un lado, Dios es, según él, el único garante de que nuestros proyectos —incluida nuestra voluntad de cambio— cuentan con auténtica seriedad (“van en serio”) y no son simples sueños guajiros. Es así porque la seriedad de aquéllos depende fundamentalmente de la “mirada” que Dios posa sobre cada uno de nosotros,46 esto es, del hecho de que somos responsables ante Él por lo que hagamos de nuestra vida.47 La convicción de existir frente a Dios nos provee, pues, de la fuerza necesaria para ejecutar nuestros proyectos con constancia y firmeza, evitando así que nos volatilicemos en vanas fantasías. Por el otro lado, la fe en Dios ofrece en la resignación una alternativa a la cínica aceptación de nuestra facticidad: no se trata de negar el aguijón en la carne ni de abrazarse a él como si fuese imposible de superar y constituyera nuestro yo más auténtico, sino de “humillarse ante ese sufrimiento” con plena confianza en que, merced a la gracia divina, podrá ser eventualmente superado.48
Tal es, entonces, el bosquejo de la solución religiosa que propone Kierkegaard a lo que podríamos denominar la “desesperación del cambio”. ¿Nos ofrece algo si nos confinamos, como he pretendido hacer aquí, a la esfera ética o secular?49 Pienso que sí. Los que nos ofrece es, precisamente, la elección de uno mismo discutida con anterioridad. Los personajes que hemos hecho desfilar ante nosotros —el alcohólico, el desenamorado, el irascible, el apocado, el inconstante, el depresivo— enfrentan, a fin de cuentas, la misma tarea que cualquiera: amalgamar incesantemente su facticidad y su posibilidad en un todo más o menos coherente, a fin de dotarse de personalidad e historia propias. Es cierto que, como hemos visto, su situación —el tener que remar contra la corriente de quienes han sido y son en este momento— es particularmente difícil, pero la dificultad en cuestión marca una diferencia de grado y no de tipo.
Hay, por otra parte, un aspecto de la propuesta kierkegaardiana en el ámbito ético que resulta especialmente pertinente para aquellos que están luchando por cambiar y que aún no ha sido mencionado. Se trata de la idea de que la verdadera voluntad de cambio no se manifiesta en rimbombantes declaraciones ni en solemnes juramentos (ya sea a uno mismo o a los demás), sino como una íntima y tenaz resolución expresada en acciones día tras día. El pseudónimo Johannes Climacus da voz a esta posición cuando, tras relatar cómo fue que decidió dedicar su vida a desentrañar el malentendido entre la “filosofía especulativa” (el hegelianismo) y el cristianismo —tarea, por cierto, a la que Kierkegaard dedicó buena parte de la suya—, señala que su decisión no se manifestó en histrionismo alguno ni implicó ningún cambio visible, pues había sido puramente interior. Y concluye que “la solemnidad al pronunciar un juramento poco importa en comparación con la continua solemnidad que permite recordarlo día tras día y que es la más verdadera de las dos”.50
En efecto, lo que tiene que hacer quien verdaderamente desea cambiar es simplemente… cambiar, es decir, poner en práctica, sin dilación alguna, su proyecto de cambio, haciendo caso omiso de qué tan descabellado —esto es, qué tan incompatible con su facticidad— parezca ser.51 Al principio, desde luego, como en el caso del alcohólico que hemos analizado, las acciones encaminadas a hacer realidad el yo ideal parecerán meras simulaciones (lo cual no será del todo equivocado, pues uno estará actuando no como uno es, sino como quiere llegar a ser). Y en una situación tal —el momento crítico en el que una persona está intentando juntar fuerzas para llevar por fin a cabo un viraje en su vida— el autoconocimiento puede, curiosamente, dejar de ser una ayuda y convertirse en un obstáculo, en la medida en que pretenda respaldar a esa voz que inevitablemente nos dirá: “¿y tú quién te crees actuando de esa manera? ¡deja de fingir!”. Si la persona que busca el cambio quiere tener un mínimo de posibilidades de éxito, debe aprender a desoír esa voz o, lo que es lo mismo, debe aprender a poner entre paréntesis la concepción que tiene de sí misma y enfocarse únicamente en sus acciones, ésas que, con suerte y paciencia, lo convertirán en quien quiere ser.
Jean–Paul Sartre expresa algo afín a esta idea cuando, en sus Cuadernos para una ética, afirma que “la autenticidad revela que el único proyecto significativo es el de hacer (no el de ser) […]. La autenticidad consiste en rehusar todo esfuerzo por ser, porque en cada caso yo siempre soy nada”.52 Vimos antes que Kierkegaard se pronunciaba de modo similar al caracterizar el yo como una potencialidad que “realmente no existe, sino que meramente es algo que tiene que hacerse”.53 Y el acuerdo entre ambos se extendería a la convicción de que la frontera entre la facticidad y la posibilidad no se decide en última instancia en el ámbito de la reflexión, sino en el de la acción: si bien no puedo cambiarlo todo a placer de mí mismo y de mis circunstancias, tampoco está definido de antemano qué sí y qué no puedo cambiar.54 Esa frontera depende en última instancia de mí mismo, de qué tanta energía estoy dispuesto a invertir en modificar lo aparentemente inmodificable o, en palabras de Kierkegaard, de
qué tanto estoy resuelto a aventurarme en el proceso de “infinitización” que me aleja de quien soy en este momento para después regresar a mí mismo en el proceso inverso de “finitización”.55
De modo que la clave para superar el tipo de desesperación que nos ha ocupado aquí parece estar, como afirman quienes recurren a la Oración de la serenidad, en enfocarse en el proyecto de cambio un día a la vez. Sólo el tiempo dirá si logré convertirme en quien quería ser, es decir, en mí mismo.
Fuentes documentales
Elrod, John, Being and Existence in Kierkegaard’s Pseudonymous Works, Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey, 1975.
Frankl, Viktor, El hombre en busca de sentido, Herder, Madrid, 1993 (1946).
Freud, Sigmund, Tótem y tabú, Amorrortu, Buenos Aires, 1980 (1913).
Glenn, John, “The Definition of the Self and the Structure of Kierkegaard’s Work” en Perkins, Robert (Ed.), International Kierkegaard commentary: The Sickness unto Death, Mercer University Press, Macon, Georgia, 1989, pp. 5–21.
Kierkegaard, Søren, La enfermedad mortal, Trotta, Madrid, 2008 (1849).
_______ O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida ii, Trotta, Madrid, 2007 (1843).
_______ Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México, 2009 (1846).
Sartre, Jean–Paul, El ser y la nada, Alianza, México, 1989 (1943).
_______ Notebooks for an Ethics, Chicago University Press, Chicago, 1992 (1948).
Taylor, Mark, Kierkegaard’s Pseudonymous Authorship. A Study of Time and Self, Princeton University Press, Princeton, 1975.
1. Søren Kierkegaard, Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas, Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México, 2009, p. 354. Traducción modificada.
2. A excepción de su texto “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la formación de la personalidad”, que aparece en el segundo volumen de O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida y que también será discutido aquí.
3. Con esto no quiero sugerir que en toda época y en todo lugar los seres humanos se han concebido de este modo (es decir, afrontando la misión de formarse libremente a sí mismos a partir de los materiales que les son dados por su realidad corporal, psíquica y social). En nuestro caso, sin embargo, tal afirmación me parece correcta.
4. En el Postscriptum, Kierkegaard describe metafóricamente al “individuo existente” como el conductor de un carruaje uncido a un caballo alado y a un jamelgo. Søren Kierkegaard, Postscriptum…, p. 313.
5. Uso la palabra “patología” dado que Kierkegaard sostiene que la desesperación —término genérico suyo para caracterizar los problemas que enfrenta una persona en el proceso de formación de su yo— es una enfermedad del espíritu.
6. Podría objetarse en este punto lo siguiente: ¿por qué apelar a Kierkegaard para mi proyecto ateo de autointerpretación? La respuesta es sencilla: para el tema que aquí me atañe, no conozco análisis más profundo —y, sobre todo, más claro— que el ofrecido por Kierkegaard en La enfermedad mortal.
7. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, Trotta, Madrid, 2008, p. 76.
8. Ibidem, p. 33. Para Kierkegaard el yo es una relación porque, como veremos en la sección “El yo como la unidad de opuestos”, aquél es una síntesis de opuestos, en específico de finitud e infinitud, de temporalidad y eternidad, de necesidad y posibilidad. Y una síntesis, dice él, “es una relación entre dos” (idem). En esta sección, sin embargo, me concentro en el otro aspecto de la definición del yo, a saber, en el hecho de que la relación entre opuestos que es el yo se relaciona a su vez consigo misma.
9. Ibidem, p. 37. He modificado la traducción al español de este pasaje, y de otros más a lo largo del trabajo, valiéndome de la versión inglesa de Howard y Edna Hong. En cada caso se indica “traducción modificada”.
10. Ibidem, p. 39.
11. Ibidem, p. 50. La última oración (“El yo es libertad”) no aparece en la traducción castellana, pero sí en la versión inglesa y, también, en el original danés.
12. Ibidem, p. 51.
13. Kierkegaard lo expresa con menos dramatismo: “Todo ser humano está originalmente dispuesto a ser un yo [y] destinado a volverse él mismo”. Ibidem, p. 55. Traducción modificada.
14. Ibidem, p. 67.
15. Ibidem, p. 71.
16. Ver la nota a pie 3 para una apostilla a esta afirmación.
17. Søren Kierkegaard, O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida ii, Trotta, Madrid, 2007, p. 151.
18. Ibidem, p. 225.
19. El juez Guillermo escribe: “El que vive de manera estética ve por todas partes sólo posibilidades […]; el que vive de manera ética, en cambio, ve tareas por todas partes”. Ibidem, p. 226.
20. Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Madrid, 1946/1993, p. 79.
21. Søren Kierkegaard, O lo uno o lo otro…, p. 225.
22. Ibidem, p. 226. Gracias a esta cita queda claro por qué la aceptación de uno mismo, discutida en esta sección, es idéntica a la concepción de la vida como una serie de tareas o retos, discutida en la sección anterior.
23. Ibidem, p. 231.
24. Ibidem, p. 232.
25. Idem. Traducción modificada.
26. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, pp. 52 y 57.
27. Ibidem, p. 33.
28. En la cita anterior Kierkegaard caracteriza esta dualidad como “libertad y necesidad”. Sin embargo, los comentaristas coinciden en que la caracterización más precisa ha de expresarse como “posibilidad y necesidad”, ya que el propio Kierkegaard apunta que “la libertad es el aspecto dialéctico dentro de las categorías de posibilidad y necesidad” (Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 50); es decir, la libertad emerge de la interacción entre posibilidad y necesidad, y, por lo tanto, no es identificable con la primera.
29. Por dar sólo un par de ejemplos provenientes de la literatura secundaria en inglés: John Elrod afirma que las díadas son irreductibles las unas a las otras (ver John Elrod, Being and Existence in Kierkegaard’s Pseudonymous Works, Princeton University Press, Princeton, Nueva Jersey, 1975); mientras que Mark Taylor sostiene que las díadas posibilidad–necesidad e infinitud–finitud son “funcionalmente equivalentes” (ver Mark Taylor, Kierkegaard’s Pseudonymous Authorship. A Study of Time and Self, Princeton University Press, Princeton, 1975, pp. 120–121). Esta última es la opinión mayoritaria.
30. Mi sugerencia, siguiendo a John Glenn, es que apunta a la tensión surgida de la conciencia que el ser humano posee de sí mismo como un ser extendido en el tiempo, la cual conlleva la tarea de subsumir una perspectiva puramente “presentista” bajo una perspectiva transtemporal que unifique los distintos momentos de nuestra vida. Ver John Glenn, “The Definition of the Self and the Structure of Kierkegaard’s Work” en Robert Perkins (Ed.), International Kierkegaard commentary: The Sickness unto Death, Mercer University Press, Macon, Georgia, 1989, pp. 5–21.
31. En primer lugar, es inverosímil creer que Kierkegaard se tomara el trabajo de distinguir entre cuatro formas distintas de la desesperación a partir de cada una de estas categorías para terminar diciendo que la desesperación de la infinitud es idéntica a la de la posibilidad y la desesperación de la necesidad es idéntica a la de la finitud. En segundo lugar, en La enfermedad mortal Kierkegaard asigna distinto origen a estas dos díadas: la díada infinitud–finitud es la síntesis básica y surge de la facultad de la imaginación, mientras que la díada posibilidad–necesidad proviene de la autorrelación que dicha síntesis establece consigo misma, por lo que depende de la autoconciencia. Y, en tercer lugar, los personajes que Kierkegaard presenta en esa obra para ilustrar cada uno de los cuatro tipos básicos de desesperación son diferentes entre sí: para ilustrar la desesperación de la infinitud y de la posibilidad recurre, respectivamente, al procrastinador y al inconstante, mientras que al describir la desesperación de la finitud y de la necesidad usa, en el primer caso, al conformista social y, en el segundo, al fatalista.
32. Por “plan de vida” no me refiero a una especificación perfectamente detallada de cada aspecto de la propia vida, sino a una proyección de “hacia dónde quiero ir” en los distintos ámbitos de ésta; proyección que, dependiendo del carácter de cada quien, puede ser más o menos específica.
33. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 51. Traducción modificada. Para Kierkegaard, la tarea de autoconstitución del yo implica amalgamar los tres pares de opuestos que componen al yo, no solo la infinitud y la finitud a las que se hace referencia en este pasaje.
34. Ibidem, p. 36.
35. Para Kierkegaard “ser responsable” no significa “ser culpable”, sino más bien “ser agente”. Ver la siguiente nota.
36. Ver Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 86. Tiene pleno sentido que caer en cuenta de que el responsable de la desesperación es uno mismo sea el primer paso para la sanación; pues, si la desesperación es obra mía, también puede ser obra mía librarme de ella. El propósito central del texto de Kierkegaard es efectuar un cambio en el lector o la lectora para que deje de concebirse como paciente y empiece a concebirse como agente de su propia vida, empezando por hacerse consciente de que él mismo o ella misma es la causa de su desesperación.
37. Ibidem, p. 39.
38. Frankl escribe: “Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente”. Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, pp. 78–79.
39. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 77.
40. Ibidem, p. 93.
41. Kierkegaard señala con acierto que esta clase de desesperación tiene algo de placentero: “El yo es su propio amo, absolutamente su propio amo; precisamente esto es la desesperación, pero también lo que él concibe como su placer y su deleite”. Ibidem, p. 94. Traducción modificada. La explicación de este fenómeno la encontramos en Tótem y tabú: “la naturaleza asocial de la neurosis resulta de su tendencia más originaria: refugiarse de una realidad insatisfactoria en un placentero mundo de fantasía”. Sigmund Freud, Tótem y tabú, Amorrortu, Buenos Aires, 1913/1980, p. 78. En efecto, mientras que en un contexto religioso Kierkegaard equipara la desesperación con el pecado, en un contexto secular tiene más sentido identificarla con la neurosis, la cual exhibe múltiples semejanzas con la desesperación tal como Kierkegaard la entiende, comenzando con la idea de que es una afección autoprovocada o, al menos, que no puede persistir sin la activa colaboración del enfermo.
42. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, pp. 95–96. Traducción modificada.
43. No me refiero a una depresión en sentido clínico, sino al desaliento vital producido por la convicción de que la propia vida no tiene sentido; aquello que Frankl llama “vacío existencial”. Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, p. 105.
44. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 97.
45. Ibidem, p. 34. Traducción modificada.
46. Ibidem, p. 93.
47. Ibidem, p. 106.
48. Ibidem, p. 96.
49. No quiero dejar de señalar que quienes hemos intentado y fallado infinidad de veces en efectuar un cambio en nuestras vidas no podemos darnos el lujo de despreciar sin más la solución religiosa, aun cuando, en razón de nuestra educación y medio social, nos resulte totalmente inaccesible y tan fantasiosa como el más descabellado de los proyectos. No por nada la Plegaria de la serenidad es una plegaria, y no por nada los grupos de Alcohólicos Anónimos suelen apoyarse en la religiosidad de sus miembros para apuntalar su voluntad de cambio.
50. Søren Kierkegaard, Postscriptum…, p. 201. Traducción modificada.
51. Kierkegaard enfatiza la importancia de la capacidad resolutiva o ejecutiva para evitar que nuestros proyectos —y, junto con ellos, el yo mismo— se “evaporen”: “la voluntad, haciéndose infinita, retorna con el mayor rigor a sí misma, de suerte que cuando más lejos está de sí misma —cuando ha alcanzado la máxima infinitud con sus propósitos y resoluciones— tanto más cerca que nunca se encuentra de sí misma en la disponibilidad de llevar a cabo las tareas infinitamente pequeñas que puede realizar este mismo día, esta misma hora, este mismo instante”. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 53. Traducción modificada.
52. Jean–Paul Sartre, Notebooks for an Ethics, Chicago University Press, Chicago, 1948/1992, p. 478.
53. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 51.
54. En El ser y la nada Sartre sostiene que “la situación” (el escenario en el cual se ejerce la libertad) es un “producto común de la contingencia de [lo dado] y de la libertad, es un fenómeno ambiguo en el cual es imposible al para–sí discernir la aportación de la libertad y la del existente bruto”. Jean–Paul Sartre, El ser y la nada, Alianza, México, 1943/1989, p. 513. Sartre ilustra este punto con el ejemplo de un peñasco, el cual se vuelve un obstáculo sólo en el contexto de un plan de acción “cuyo tema general es la escalada” (si mi objetivo es simplemente disfrutar el paisaje, el peñasco deja de ser un obstáculo y se convierte en un objeto más de contemplación); y concluye que “No hay un obstáculo absoluto, sino que el obstáculo revela su coeficiente de adversidad […] en función del valor del fin puesto por la libertad. Este peñasco no será obstáculo si quiero, a toda costa, llegar a lo alto de la montaña”. Idem.
55. Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, p. 51. Esto de ningún modo implica que uno pueda volverse “su propio creador”, es decir, que uno pueda “determinar a su antojo todo lo que su yo concreto ha de tener consigo o ha de eliminar”. Ibidem, p. 93. Pues, como lo enfatiza el juez Guillermo al hablar de la elección de uno mismo, “si lo que elegí no hubiese existido, si hubiese llegado a existir absolutamente en virtud de la elección, no lo habría elegido, lo habría creado; pero yo no me creo a mí mismo, sino que me elijo a mí mismo”. Søren Kierkegaard, O lo uno o lo otro…, p. 196. El punto no es, entonces, que uno pueda forjarse la personalidad que se le ocurra sin prestar atención a quien uno ya es y a su situación concreta, sino que nunca está determinado de antemano —previamente a la formación de un plan de vida— cuáles aspectos de uno mismo y de la propia circunstancia habrán de tomarse como modificables y cuáles no.