Sobre la firmeza del ánimo contra la
esclavitud humana en la Ética de Spinoza
María Edith Velázquez Hernández*
Recepción: 28 de octubre de 2024
Aprobación: 29 de noviembre de 2024
Resumen. Velázquez Hernández, María Edith. Sobre la firmeza del ánimo contra la esclavitud humana en la Ética de Spinoza. A partir de la definición del alma como idea del cuerpo, expongo las condiciones de esclavitud a las que el ser humano está sometido cuando su existencia permanece en el primero de los tres tipos de conocimiento que postula Baruch Spinoza en su Ética demostrada según el orden geométrico. Sin necesidad de ascender al tercer tipo de conocimiento, que es la scientia intuitiva, el cual, según Spinoza, nos asegura un contento permanente del mundo (por medio del amor Dei intellectualis), propongo la firmeza del ánimo como un criterio de acción para los que no logran alcanzar tales alturas.
Palabras clave: Spinoza, afecto, fluctuación del ánimo, firmeza del ánimo.
Abstract. Velázquez Hernández, María Edith. On the Firmness of the Soul Against Human Slavery in Spinoza’s Ethics. Taking into account the definition of the soul as an idea of the body, I explore the conditions of slavery of the soul to which human beings are subjected when they remain at the first of the three types of knowledge described by Baruch Spinoza in The Ethics. Without needing to ascend to the third type of knowledge, which is called intuitive science and which, according to Spinoza, assures us permanent contentment of the world (via the so-called amor Dei intellectualis), I propose firmness of the soul, or tenacity, as a criterion of action for those who cannot reach the third type of knowledge.
Key words: Spinoza, affect, vacillation of mind, tenacity.
* Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato (ug). Profesora de tiempo parcial en la ug. Miembro de la Cátedra José Revueltas de Filosofía y Literatura (ug). me.velazquez@ugto.mx
Apertura
Respecto a la obra magna de Baruch Spinoza, Gilles Deleuze1 lanza una interrogación sobre el título de lo que él considera, en todo su derecho, una ontología (¿Por qué una ontología lleva por nombre “Ética”?) que nos remite al interés central del filósofo moderno. Aunque su recepción ha sido parcializada por la radicalidad de sus planteamientos en torno a la sustancia divina y las consecuencias que de ello se extraen, desde el Tratado de la reforma del entendimiento2 (en adelante, tie), Spinoza anuncia que su preocupación es eminentemente práctica: saber si existe un objeto cuya posesión sea capaz de otorgar al ser humano una felicidad constante.
Bajo la forma de un racionalismo altilocuente, cuya expresión apenas recibe justicia en el modo geométrico de su final exposición, el objeto que Spinoza busca no puede ser otro sino un conocimiento. Como imagen congruente de una modernidad ocupada en la fragua de nuevas formas del conocimiento, éste opina en el tie que no existe cosa que se resista a ser alienada del ser humano tan contundentemente como una certeza. La riqueza, los honores, los placeres mundanos… son todos caminos errados en la búsqueda de la alegría, máxime de la virtud y, aún más, de la felicidad.
En el tie los caminos que tomará la filosofía de Spinoza se encuentran ya trazados cuando afirma que tal conocimiento corresponde a la certeza de la unión del alma con toda la naturaleza. La Ética demostrada según el orden geométrico —que despliega una ontología totalizante y orientada a la práctica, por el hecho de que sólo sabiendo lo que es un ser humano es posible plantearse las preguntas de aquello de lo que es capaz, lo que puede aguantar y lo que puede evitar— muestra con irrevocabilidad axiomática que el alma humana es una modificación determinada y puntual (un modo) de Dios o, lo que es lo mismo, de la Naturaleza. Dada esta condición —que implica que las cosas concretas o modos finitos de la sustancia tienen existencia dentro de ella o, más bien, que los modos finitos son los que concretan la esencialidad infinita de la sustancia, volviéndola infinitas existencias puntuales (puesto que el infinito sólo tiene expresión concreta en lo finito)— sabemos que todo lo que implica el alma (modo del pensamiento), así como los cuerpos (modo de la extensión), tiene por causa inmediata a Dios. “Todo lo que es, es en Dios y sin Dios nada puede ser ni ser concebido”.3 “Dios no sólo es causa eficiente de la existencia de las cosas, sino también de su esencia”.4
La adecuación de este planteamiento con los presupuestos del epicureísmo no es accidental. El consuelo de saber que todo tiene su razón en causas absolutas y necesarias conlleva cierto contento o amor fati, que bien podría cubrir el requerimiento inicial de la empresa spinoziana y que, de hecho, coincide con una porción importante del tono intelectual de la época.5 Si se busca la felicidad en la forma de un conocimiento, saber que todo está causado y que es necesario, podría bastar para vivir en paz. Pero las herramientas que tenía a la mano el filósofo, junto con los problemas que su época le presentaba, rebasan la mera naturalización de la vida afectiva. Es verdad que Spinoza y Epicuro, como muestra Lucrecio,6 concuerdan en la renuncia a los horrores de ultratumba y en la denuncia del miedo como forma de la eticidad institucional, específicamente la que brinda base a las religiones.7 Spinoza, sin embargo, lleva a cabo esa “naturalización” de una manera más compleja. En primer lugar, porque su interés no se acaba en el contento de los individuos, sino que extiende sus consecuencias hacia la vida social y la generación de comunidades humanas unidas por la fuerza de una idea, lo que rebasa los alcances de una ética de la crisis, como la del epicureísmo. En segundo lugar, porque, si bien el Libro v de la Ética parece encontrar solución a la pregunta por la felicidad humana en la forma de un amor intelectual a Dios, Spinoza sabe que esto es “tan difícil como raro”.8 Las razones de que tal camino sea “por casi todos despreciad[o]”9 estriban en que la esclavitud humana tiene muchas formas. De hecho, tres de los cinco libros de la Ética ahondan en las razones de tal esclavitud que nos mantiene en desesperación e impide llegar a la beatitud. A continuación, presentamos las condiciones de esta desesperación y la solución que, aunque más modesta que el contento del absoluto, presenta Spinoza para aliviar el peso de un determinismo asfixiante como el que encontramos en esta máxima expresión del racionalismo moderno.
El alma como idea del cuerpo
Una de las afirmaciones más citadas y criticadas de la filosofía cartesiana, la que ha logrado traspasar la barrera del tiempo hasta nuestros días, se refiere a la dualidad alma-cuerpo, que Descartes expone en sus principales textos filosóficos. En Meditaciones metafísicas,10 Discurso del método11 y Los principios de la filosofía12 la independencia del alma respecto del cuerpo le permite presentar apodícticamente la verdad de su existencia. En pocas palabras, incluso si el filósofo duda de los datos que su cuerpo le proporciona (ya sea porque son engañosos, ya sea porque un genio maligno le quiera someter), el hecho de que las actividades del pensamiento persistan y sean efectivamente formas de su voluntad, indica que en él hay algo sustancial que implica su existencia. Dudo; y, si dudo, pienso; y, si pienso, entonces existo. Es un inicio muchas veces repetido y hasta absolutizado en otras etapas de la filosofía (en Husserl y Fichte, por ejemplo).
La claridad y distinción con que se puede identificar el atributo fundamental de cada una de las sustancias confirma a Descartes que el cuerpo y el alma están separados o que se perciben distintamente. Conviene añadir a su favor que esta afirmación se cumple en la parte “metafísica” del sistema (que es la base del conocimiento humano, es decir, el Libro primero de Los principios de la filosofía), pero en los escritos sobre ciencias, alma y cuerpo aparecen como indisolubles (por ejemplo, en Las pasiones del alma13). El materialismo francés aprovechó bien este planteamiento: De la Mettrie, Diderot y Holbach apelaban a la reducción del alma al cuerpo. Estas lecturas tan tempranas quizá no alcanzan a mostrar la fineza con la que Descartes intenta solventar el problema que él mismo planteó. Él afirma que la unión cuerpo-alma es una noción primitiva y, por lo tanto, evidente.14 Por su parte, Spinoza, en su solución tantas veces tildada de radical, también pasó por alto la elegancia de los argumentos cartesianos e, incluso, llegó a ridiculizarlos por la insolvencia que encuentra, específicamente, en la referencia a la glándula pineal como centro corpóreo del alma.15
Para Descartes la presentación del alma como algo distinto del cuerpo no es inmotivada. Haciendo frente a fuerzas institucionales, todavía no conciliadas con el avance de las ciencias,16 Descartes emplea términos teológicos para entregar, en forma de libro, un verdadero caballo de Troya: las Meditaciones (dedicadas a la Facultad de Teología de París), obra que, a la vez que demuestra por medio de la luz natural la existencia del alma, la emancipa y la atribuye a toda la humanidad para comprender y repetir tal demostración. Ya no son sólo los abates quienes pueden emprender tales investigaciones; es el filósofo moderno el que otorga los medios para hacerlo, en específico, proporcionando el método para conducir la razón (Reglas para la dirección del espíritu17 y Discurso del método18). Por supuesto, el carácter conciliatorio y discreto —no por ello abiertamente corrosivo de la tradición— del filósofo francés juega un papel importante en la exposición de sus descubrimientos. Toma la forma de una afrenta franca que, antes que ocultarse, solicita su consideración pública. La cantidad de autores que responden a la publicación de las Meditaciones muestra su efectividad: Antoine Arnauld, Marin Mersenne, Pierre Gassendi, Thomas Hobbes, entre otros. En ese sentido, parece que también Spinoza, como lector, fue demasiado estricto con su antecesor.
Es cierto que el punto de partida de Spinoza radicaliza lo planteado por el francés. El filósofo sefardí ha renunciado a las constricciones de la ideología, y su interés es precisamente denunciarlas. Parece obligado, por ello, a tomar la batuta en un punto aún temprano del argumento cartesiano y coger otro camino. Confirmando lo que Descartes postula (que a una sustancia se la reconoce por sus atributos), el Libro i de la Ética comienza mostrando que una sustancia en sentido absoluto no podría carecer de ningún atributo para nosotros cognoscible. El argumento spinoziano se construye sobre la noción de lo absoluto (Dios), que asegura que en él estén contenidos todos y cada uno de los atributos, no sólo los cognoscibles. Si la sustancia careciera de alguno, significaría que es incompleta; o si existiesen dos sustancias (o más), significaría que una limita a la otra, lo cual es inadecuado para pensar a Dios.19 Así, sólo puede concebirse una sustancia, y ninguna fuera de Dios.20 El resultado es una sustancia con infinitos atributos, de los cuales sólo conocemos dos, por ser de los que participamos, es decir, por ser nosotros mismos modos del pensamiento y de la extensión: alma y cuerpo. Así, la sustancia spinoziana es infinita, eterna y libre,21 y se expresa de infinitos modos.
La referencia a la libertad desde las primeras ocho definiciones de la Ética pone sobre la mesa un tema decisivo que se repetirá en todo el libro y que se relaciona con la muy peculiar manera en que Spinoza entiende este concepto. Como causa de sí22 la sustancia no tiene nada que la impela. “Dios actúa por las solas leyes de su naturaleza, y no coaccionado por nadie”.23 De esta manera, sus causas vienen total y completamente de ella, es decir, es sujeto de sí. Volveremos a esto cuando consideremos al ser humano en la posibilidad de ser sujeto de sí. Por ahora basta consignar que, desde la proposición 12 del Libro i, los niveles de comprensión de la sustancia se bifurcan: 1) cuando se considera por sus atributos, que refieren a su esencia, se nos remite al nivel de la Naturaleza naturante o a Dios como unidad; y 2) cuando se considera por sus modos, que refieren a la existencia, se nos remite al nivel de la Naturaleza naturada o Dios como multiplicidad.24 En este segundo nivel se ubica el alma. En el Libro ii Spinoza nos prepara para el tratamiento de los modos según los atributos del pensamiento y la extensión, afirmando que las cosas particulares “no son nada más que afecciones de los atributos de Dios”,25 o sea, modos en los que los atributos de Dios se expresan de una cierta y determinada manera.26 De manera que, al nivel de las cosas concretas, los cuerpos expresan el atributo de la extensión, y las ideas el atributo del pensamiento. No puede haber caracterización más cartesiana del alma, a la vez que más alejada de Descartes, cuando se la comprende como una forma del pensamiento; pero una forma puntual y concreta: no una facultad (como juzgar, desear o dudar), sino como una idea. En cuanto idea, nos dice Spinoza, el alma debe tener algún objeto del cual es idea. Y este objeto no es otro que el cuerpo mismo: “Lo primero que constituye el ser actual del alma, no es otra cosa que la idea de una cosa singular, que existe en acto”;27 “El objeto de la idea que constituye el alma humana, es el cuerpo, o sea, cierto modo de la extensión que existe en acto, y no otra cosa”.28 En el escolio de la proposición 13 del Libro ii Spinoza afirma que esto es lo que debe entenderse por la unión de alma y cuerpo. De aquí se extraen todas esas consecuencias que han fascinado o escandalizado a sus lectores, pasados y contemporáneos: para conocer el alma, primero hay que conocer el cuerpo;29 cuanto más pueda percibir un cuerpo, más ideas puede concebir el alma;30 siendo el cuerpo múltiple, como enseñan la física y la geometría, el alma no puede ser simple, sino que está compuesta de muchísimas ideas;31 no hay nada que pase por el cuerpo que no tenga su correspondencia en el alma;32 y, dado que no se sabe de lo que un cuerpo es capaz,33 no podemos asegurar lo que un alma puede llegar a alcanzar. Esta definición del alma fortaleció los materialismos posteriores y llevó a la temprana conclusión de que aquélla debería desaparecer de las consideraciones de filosofía y sustituirse por la medicina (como propone, por ejemplo, De la Mettrie34), pues no es más que la expresión del objeto del cual es idea y desaparecería con su objeto. Esta afirmación sigue coincidiendo con los presupuestos del epicureísmo, entre los que encontramos afirmaciones como la que sigue: la muerte no debe atribularnos, pues, cuando la muerte está, yo no estoy; y cuando yo estoy, la muerte no está.35
Empapado del mecanicismo que domina la escena intelectual, Spinoza presenta una serie de rasgos de la existencia en sentido físico. En los segundos axiomas y en los lemas del Libro ii explica que los cuerpos se diferencian por su velocidad o “en razón de su movimiento”,36 presentando así una múltiple constitución del cuerpo humano por las múltiples ratio movendi que lo constituyen. Se puede entender así que la sangre se mueve más rápidamente que la linfa; o que el corazón, los intestinos y los pulmones poseen, cada cual, su ratio de movimiento. Esto implica una compleja colaboración de cuerpos, o individuos en sí mismos, que tienen como producto el individuo compuesto y particular que es cada ser humano; ese cuerpo del cual el alma es idea, y por el que ésta no puede ser simplísima, como pretendían Descartes y la tradición.
El afecto como desesperación y modificación del cuerpo
En el Libro iii de la Ética, Spinoza presenta, coincidente con el tratamiento físico del alma, la definición de los afectos, concepto que, en principio, se opone a la noción de pasión que usa Descartes para referir a la vida afectiva del ser humano y que, si bien remite asimismo a la corporeidad, representa, a diferencia del filósofo francés, una actividad inalienable, incluso en sus grados más bajos que en la Ética también serán llamados pasiones. Para Spinoza los afectos son siempre formas de una actividad. Y, en todo caso, no son sino las mudanzas físicas “por las cuales la potencia de obrar del cuerpo mismo es aumentada o disminuida”.37 Esta formulación de los afectos como aumento o disminución de la propia potencia también ha tenido sus defensores, pues implica que el cuerpo posee en cada caso, es decir, con cada sentimiento/afecto que nos anega, una fuerza de existir mayor o menor que antes.38 Es, en efecto, una ética de las potencias39 en la que el ser humano puede pasar a una potencia mayor o menor de acuerdo con los sentimientos que tiene y de lo cual tenemos comprobación totalmente vivencial: cuando estamos alegres sentimos que podemos comernos el mundo, mientras que cuando nos atenaza la tristeza, la más mínima tarea nos representa un desafío.
Para mostrar esta dinámica de los afectos, Spinoza asciende en el Libro iii por una jerarquía que va desde los más básicos hasta los más complejos. Entre ellos distingue tres fundamentales: la alegría, la tristeza y el deseo.40 El deseo como esencia o definición del hombre en la Proposición 7 del citado libro ha servido a algunos lectores para ahondar en el deseo sexual en un tono más bien freudiano; pero el rango que Spinoza busca abarcar con la noción de deseo incluye lo más básico, que es el deseo de supervivencia, el cual se entiende mejor con la noción de conatus, es decir, todas y cada una de las acciones que llevan al individuo a perseverar en su ser:41 el hambre, la sed y el sueño, por ejemplo. Este tipo de pulsiones o determinaciones, cuando son corpóreas —pues el apetito es eso y nada más (la falta de nutrientes me lleva al hambre; la deshidratación, a la sed; el cansancio, al sueño)—, son reconocidas por Spinoza como formas de conocimiento sumamente confusas, ya que tienen base y condición en el cuerpo mismo, que es muy compuesto. Esto nos lleva a un problema fundamental: si para conocer el alma hay que conocer primero el cuerpo, y si el cuerpo es múltiple y mudable, si es un cuerpo que constantemente se encuentra generando, con respecto a otros cuerpos, compuestos que son variables y finitos (unos buenos y otros malos para la supervivencia del individuo mismo), entonces el conocimiento del alma se dificulta casi hasta la imposibilidad. ¿Quién podría conocer clara y distintamente cada resquicio de un cuerpo infinita e infinitesimalmente afectado? En un sentido, el planteamiento spinoziano se acerca a la tesis leibniziana de la definición de los individuos: sólo podrá conocerse al sujeto (alma) cuando se conozca la totalidad de sus predicados (disposiciones corpóreas), esto es, todas y cada una de las cosas que le suceden; una suma que termina de formularse sólo con la muerte de aquél.42 Todo esto es para afirmar que las formas de la corporeidad (los afectos) se encuentran en el primer nivel del conocimiento, sobre el cual se ha enfatizado varias veces que es el menos veraz en la tipología epistémica de Spinoza. Frente a la racionalidad prístina de la scientia intuitiva (tercer tipo de conocimiento en la Ética, cuarto en el tie), que nos lleva a las certezas tanto del Libro i como del Libro v, el primer nivel del conocimiento se encuentra en franca desventaja. El problema de esto es que en dicho nivel nos encontramos naturalmente los seres humanos: percibiendo los cuerpos externos y, con alguna conciencia, nuestro propio cuerpo. Tal nivel, que Spinoza define ya en el tie como “de oídas”, recibe en la Ética, no obstante y para mi gusto, un tratamiento demasiado extenso como para juzgarlo irrelevante.
Afortunadamente, la recuperación de este modo de conocer en Spinoza tiene ya suficientes expositores en nuestros días: notablemente, en México, Luis Ramos-Alarcón;43 y, de manera independiente, en Argentina, Diego Tatián,44 así como, en España, Bernat Castany,45 por consignar algunos. De hecho, la tesis sostenida en este trabajo, y que converge en alguna medida con la de estos autores, es que el primer nivel del conocimiento es el protagonista de la Ética. De acuerdo con la exposición de Spinoza, es virtualmente imposible salir de él, a menos que sea por artificio de —dicho en términos cartesianos— un momento de intuición intelectual demasiado arduo, casi místico, que excluye al común de las personas. Por ello éste concluye que la scientia intuitiva es tan difícil como rara.46 Es el ideal del sabio, por supuesto, pero no podría serlo del ser humano común.
A diferencia de Descartes o Leibniz cuyo optimismo racional con frecuencia encuentra límite en la incapacidad del “vulgo” (sic) para pensar las cosas más sublimes, Spinoza no recula ante la tarea de brindar a la gran mayoría una guía ante la confusión. Quizá lo digo tarde: a este tipo de conocimiento Spinoza lo denomina imaginación, y no es otra cosa que el conocimiento que tiene en cuenta los cuerpos.47
Podemos profundizar en los rasgos que Spinoza atribuye a la imaginación, como la propensión del ser humano a pensar y concebir el mundo y a sí mismo en estos términos; pero quizá lo más relevante de las caracterizaciones de la imaginación en la Ética es la que indica que ésta no se equivoca: “quisiera que observarais que las imaginaciones del alma, consideradas en sí mismas, no tienen error alguno, es decir, que el alma no yerra por imaginar”.48 Por supuesto, ¿cómo pueden equivocarse los datos que vienen del concurso efectivo real y patente del mundo que percibo o de los cambios físicos que pasan en mi interior? El hecho de que este concurso cuerpo–cuerpo no esté mediado por ningún tipo de psicologismo es uno de sus méritos más grandes; clave ontológica que no siempre ha sido bien interpretada por sus lectores. Spinoza describe la imaginación como una forma de realización efectiva de cambios en los cuerpos: cuando algo se me presenta, produzco junto a la cosa un compuesto específico (frente al fuego me quemo, frente al agua me mojo). Sucede lo mismo con los cambios que se generan en mi interior ante una idea: ésta me transforma, me dispone, y marca los posibles caminos de mis siguientes ideas y actos. Tema aparte puede ser la exploración de esta misma consecuencia en el pensamiento de Leibniz respecto a la forma en que las ideas predisponen el desarrollo de nuevas ideas o el camino/los caminos de pensamiento que seguiremos.49
Propongamos un ejemplo del Libro iii para entender mejor el planteamiento de la Ética. De la Proposición 32 a la Proposición 35 Spinoza desarrolla los términos de una afección bastante común: los celos. La Proposición 33 expone: “Cuando amamos una cosa semejante a nosotros, nos esforzamos, cuanto podemos, en lograr que ella nos ame a su vez”,50 mientras que la Proposición 32 afirma: “Si imaginamos que alguien goza de una cosa que uno solo puede poseer, nos esforzaremos en lograr que no la posea”.51 Un tema antecedente e importante en esta cuestión es la definición del amor y del odio como la alegría o la tristeza que nos causa, respectivamente, un “objeto” externo. En breve, un objeto puede generar en nosotros una alegría o una tristeza que aumenta o disminuye nuestra potencia. En el caso del amor nos esforzamos por poseer ese objeto y nos alegramos cuando lo obtenemos. Aún más interesante es la profundidad de indagación que alcanza el autor al notar que esa alegría se aumenta cuando nosotros somos causa de alegría en el otro: “A la cosa que amamos, nos esforzamos cuanto podemos en imaginarla más que a las demás […] intentaremos afectarla de alegría más que a las demás (por 3/29); es decir, que nos esforzaremos cuanto podemos por conseguir que la cosa amada sea afectada de alegría, acompañada de la idea de nosotros, esto es (por 3/13), que nos ame a su vez”.52
Otro tema importante —que en este trabajo no desarrollo— es el hecho de que, al desear ser amados por la cosa amada, a la vez queremos que su alegría amatoria nos afecte recíprocamente con más alegría, ya que nos alegramos con su alegría: “Cuanto mayor es, pues la alegría con que imaginamos afectada por nuestra causa a la cosa amada, más fomentado es ese esfuerzo, esto es (3/11 y 3/11e), con mayor alegría somos afectados”.53 En ese reflejo amatorio, la cosa amada nos potencia aún más, resultando en un amor que aumenta exponencialmente nuestra fuerza cuando es correspondido, es decir, cuando causamos alegría en el otro. En suma, es un amor egoísta y limitado por la cosa. Quizá por ello Borges, entendiendo que ésta es una forma equivocada y peligrosa del amor, resume así el amor spinoziano a Dios en uno de los dos sonetos que le dedica: El más pródigo amor le fue otorgado, / el amor que no espera ser amado.
Spinoza presenta así el problema que se deriva del amor originado por algo exterior a mí. La fantasía romántica comienza a tambalearse cuando nos imaginamos que la cosa amada liga otra cosa a ella “con un vínculo igual o más estrecho que aquel con el que él[ella] solo la[lo] poseía”.54 En tal caso, el amante “será afectado de odio hacia la misma cosa amada y de envidia hacia ese otro”.55 Spinoza expone estos, y otros temas, con claridad diagnóstica a lo largo del Libro iii y del Libro iv de la Ética. Tal crudeza nos estremece al constatar con geométrica precisión que nuestras tribulaciones tienen una razón de ser. Nos identificamos entonces, probablemente contra nuestra voluntad y contra las ilusiones de nuestras capacidades y la fuerza de nuestros valores, con una descripción causa – efecto, reflejo mecánico, justificación metafísica y hasta teológica, de un sentir tan vano, desagradable, condenable y sumamente incómodo como los celos, que son “este odio hacia la cosa amada, unido a la envidia”.56
Comprendemos así que no somos más que cosas entre cosas, como dice Gabriel Albiac, de forma consolatoria, en su tremendo estudio sobre las fuentes marranas del spinozismo.57 Cual cuerpos maquínicos, quizá meros autómatas, estamos a merced de lo que los objetos externos generen en nosotros bajo una respuesta también antes determinada por otras disposiciones corporales que ya atraviesan y configuran nuestro cuerpo.
Sucede entonces que, cuando imaginamos alienado de nosotros a nuestro objeto amado, amamos y odiamos a la cosa amada, a la vez que envidiamos y detestamos al que nos la arrebata, o nos arrebata la ilusión de que era nuestra. Desesperación del ánimo que Spinoza llama, de nuevo con ecuánime juicio (pues no hay que burlarse, juzgar o detestar las acciones humanas sino comprenderlas [tie]), fluctuación del ánimo. Pues bien, en la fluctuación del ánimo se encuentra la mayor expresión de la esclavitud del alma. Y es que mientras estemos en el ámbito de la imaginación, que nos presenta a los cuerpos como si realmente estuvieran presentes, no hay, como ya se expuso líneas atrás, nada por lo que pueda afirmarse que la imaginación se equivoca. Nos encontramos a merced de una y mil determinaciones. Es verdad. Cuando me anegan los celos, hay un cambio efectivo en mi persona: soy alguien presto a recibir con amargura al amante y a reaccionar contra quien yo crea motivo de su alejamiento. Hay un cambio real, sensible. Soy otra cosa, me transformo, cuando éste y otros afectos me ocupan. Vale la pena decirlo de nuevo: los afectos son modificaciones. En cuanto modificación efectiva, no me equivoco al imaginar y, más bien, me rindo al sentimiento y me transformo en su presencia. Esta transformación en la que soy una causa inadecuada, pues son imágenes externas las que me determinan, es lo que se llama esclavitud del alma. “Padecemos cuando se sigue algo (dentro o fuera de nosotros) de lo que somos sólo causa parcial”,58 propone Spinoza.
La imaginación me esclaviza, pues “aunque las cosas no existan, el alma las imagina siempre como presentes, a menos que surjan causas que excluyan su existencia presente”.59 Y en la dualidad de sentimientos que albergo por causa de cosas externas a mí, está ese conflicto del ánimo: “Por donde resulta evidente que somos agitados de múltiples maneras por las causas exteriores y que, cual olas del mar agitadas por vientos contrarios, fluctuamos, sin conocer nuestra suerte ni nuestro destino”.60 Me encuentro así en un malestar que asemeja una verdadera tortura,61 una desesperación, pues no puedo decidir en qué dirección orientarme; siendo que ambos sentimientos, que se dan al mismo tiempo en mí, tienen su propia causa y razón de ser, y siendo que uno y otro me son presentes con fuerza similar.
La firmeza del ánimo para los comunes
En este escenario, Spinoza sugiere que el amor, ese afecto que es la máxima expresión de la alegría, puede, por causas contingentes, estar unido al arrepentimiento, al desdén, a la vergüenza.62 Esto se debe a que cualquier objeto puede moverme de manera fortuita al deseo63 y, eventualmente, conducirme al amor. Y como se ha expuesto líneas atrás, cuando el amor que sentimos es provocado por una cosa externa de la que no tenemos control, es decir, cuando otro es la causa de nuestro amor, sabemos que padecemos o padeceremos, ya que tal cosa puede ser alienada de nosotros, sea por otros o por ella misma. Padecemos, entonces, el amor; pues si bien recibimos de él una alegría, incluso una muy grande, igual de grande será la tristeza y el odio que nos provoque cuando dejemos de poseerla. Bajo estas condiciones, aunque no correspondan con la realidad, los celos se presentan como un fantasma poderoso al constatar que la posesión del objeto amado no puede ser garantizada por nuestras propias fuerzas. Este juego amor-odio, alegría-tristeza, y, en general, la descripción de la fluctuación del ánimo, se encuentra descrita en los libros medios de la Ética de una manera casi especular (algunos han propuesto que se trata de una verdadera dialéctica64). De manera que, mientras otras cosas son las responsables o son causa de nuestros afectos, vacilamos, es decir, dudamos, y oscilamos entre fuerzas contrarias según cómo el objeto se comporte o transforme.
La solución spinoziana se encuentra en una nueva relación especular relativa a la capacidad de padecer, esto es, la capacidad del ser humano para actuar. “Decimos que actuamos cuando en nosotros o fuera de nosotros se produce algo de lo que somos causa adecuada”.65 En breve, cuando el afecto que me modifica me tiene a mí mismo como causa, es decir, cuando su productor soy yo, se dice que actúo. Como sabemos, la cura para el padecer, que expone Spinoza en el Libro v de la Ética, dedicado a la libertad del alma, se vincula con la enmendación del intelecto que preveía en el tie. Como se anotó párrafos antes, depende de un conocimiento, específicamente, de la realización del máximo conocimiento del que el ser humano es capaz: el conocimiento de Dios o la Naturaleza. “El supremo bien del alma es el conocimiento de Dios, y la suprema virtud del alma es conocer a Dios”.66 Al concebir las cosas sub specie aeternitatis y según su absoluta necesidad, sobreviene una disminución del padecimiento.67 Pero no es lo único que pasa: el conocimiento adecuado de las cosas, afirma Spinoza, implica un aumento de la potencia del alma, es decir, somos capaces de actuar, en vez de padecer. En el Libro v se indica que tal conocimiento está acompañado de una alegría que, a su vez, nos conduce al amor. Es un conocimiento que, a un tiempo, es un afecto, una modificación de nuestro ser. Así, el conocer a Dios debe tener por consecuencia una mutación efectiva en mí. En este caso, un aumento de la potencia que viene primero de la alegría y, luego, del amor por un objeto que me es inalienable (una certeza), y cuyo referente es la realidad más absoluta e incorruptible. Amor Dei intellectualis, rezan las proposiciones tardías del Libro v;68 el que provee esa felicidad continua y segura que Spinoza se proponía encontrar y que muestra a Dios en la perspectiva de la Natura naturans, o Dios como unidad. En tal caso, y por el hecho de que esa certeza viene del tercer tipo de conocimiento, la scientia intuitiva, que revela por las propias fuerzas de mi naturaleza aquello a lo que debo orientar mi amor (“el supremo esfuerzo del alma y su suprema virtud es entender las cosas por el tercer género de conocimiento”69), me encuentro en total posesión de mí y de mi capacidad de obrar: me vuelvo efectivamente sujeto, y ya no cosa entre las cosas. Soy causa de mi propia felicidad en cuanto agente cognoscente: actúo en el mundo y se puede asumir por el causalismo estricto del sistema que se siguen de mi acción muchas cosas más en la naturaleza por medio de los efectos que imprimo. Coincido o soy adecuado a otros seres parecidos a mí, de lo que se colige la asociación de más individuos conmigo y mi utilidad en esa sociedad. Esta última es la consecuencia práctica del spinozismo que rebasa el contento egoico y plantea la realización de los seres humanos en comunidad, en la forma de la utilidad efectiva que represento para los otros, “pues no hay nada más útil al hombre que el sabio”,70 a nivel, incluso, de que el hombre se convierta por su utilidad y, por tanto, por su contribución en la supervivencia de los otros, en “un Dios para el hombre”.71
Sin embargo, por las cosas que Spinoza mismo atestigua, tales resultados son si acaso menores en el mundo. Quizá él coincidiría con el diagnóstico kantiano, según el cual no se encuentra en una época ilustrada, sino en proceso de ilustración. Hacia allá pretende avanzar el proyecto de la modernidad. Pero, mientras tanto, ¿no conviene hacerse cargo de los demás, de aquéllos que no podrían ascender a la scientia intuitiva y, en cambio vacilan, en la tempestad del alma? Aquí entra un nuevo juego especular que Spinoza presenta en el ámbito de la capacidad de obrar y que implica no sólo la potencia del cuerpo, sino una capacidad de comprender, conocer, concebir, o entender las causas. Aparece la firmeza del ánimo en función del conocimiento. La firmeza del ánimo es “el deseo con el que cada uno se esfuerza en conservar su ser en virtud del solo dictamen de la razón”.72 Es una nueva expresión del conato dirigida por el saber y el conocimiento, y ya no sólo por las acciones de supervivencia del cuerpo. El autor ha insistido en que la imaginación, en tanto se remite al cuerpo, es principalmente un conocimiento confuso; y en que todo conocimiento confuso nos pone en peligro de padecer. Pero es optimista al afirmar que no hay afecto que pase por el cuerpo del cual no podamos hacernos una idea clara y distinta. El problema es que el cuerpo se encuentra constantemente en concurso con muchos otros cuerpos, por lo que tal conocimiento, de nuevo, parece una tarea titánica. ¿Qué hacer entonces?
Lo mejor que podemos hacer, pues, mientras no tenemos un perfecto conocimiento de nuestros afectos, es concebir una recta norma de vida o unos criterios seguros de vida y grabarlos en la memoria y aplicarlos continuamente a las cosas particulares que se presentan con frecuencia en la vida, para que nuestra imaginación sea así ampliamente afectada por ellos y los tengamos siempre a disposición.73
Dentro de estos criterios entra precisamente la firmeza del ánimo, que se manifiesta en otros afectos como la templanza y la sobriedad ante los peligros. Son especies de firmeza que expresan aquellas formas de ser en las que el sujeto, que se ha vuelto sujeto de sí, es decir, es consciente de sí, representa un servicio a sí mismo y a los demás, en tanto sus acciones no están guiadas por afectos tristes como el odio, la venganza, la ira, etcétera. Así, el amor Dei intellectualis, en el que nos damos cuenta de la unión del alma con el resto de la naturaleza, de su esencial necesidad y, por lo tanto, de su eternidad, se complementa para los comunes con los criterios de acción consignados, que, por sí mismos, implican ya una capacidad de actuar y una especie de sabiduría eminentemente práctica, y no únicamente teorética, cumpliendo así para la humanidad aquella promesa de un horizonte plenamente racional que ayude a abandonar la esclavitud del alma, incluso si no se llega a ser un filósofo de la naturaleza y del infinito. Añade Spinoza: “Aunque no supiéramos que nuestra alma es eterna, consideraríamos primordiales la piedad y la religión y, en general, todas las cosas que en la cuarta parte hemos mostrado que se refieren a la firmeza y a la generosidad”.74
Para cerrar, falta exponer con detenimiento las consecuencias de ese último afecto, la generosidad, que remite al “deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del solo dictamen de la razón, en ayudar a los demás hombres y unirlos a sí mismo por la amistad”.75 Aquí sólo diremos que esta forma de afección refleja de manera más contundente la forma práctica de la filosofía spinoziana en el ámbito de las comunidades y, con ello, la posibilidad de generar una sociedad cualitativamente diferente, cuyos principios sean principios de la razón. Es evidente que tal generosidad es imposible sin la firmeza de ánimo de los individuos. Sólo puede ser generoso el que posee algo; y la primera posesión en la filosofía spinoziana es la posesión de sí mismo, el conocimiento de sí o el conocimiento de las propias causas, única definición posible de libertad en el pensamiento de Spinoza. Cuando estamos en conocimiento de las causas de nuestros afectos, se dice que actuamos o que nuestra potencia aumenta, pudiendo gobernar aquello que antes se nos imponía, pues la potencia del ánimo modera los afectos. Así, sólo el que tiene potencia de actuar podrá ayudar a los demás y llamará a unirse por la amistad que, para Spinoza, comienza con el compartir o ser común a una idea.
Conclusiones
Las manifestaciones de la firmeza (la templanza, la sobriedad y la potencia del ánimo) representan, para aquéllos que no logran alcanzar el tercer tipo de conocimiento, una guía de vida que, ya por sí misma, celebra y ejerce la potencia del alma, e implica poder actuar y poder pensar/comprender, así como poder disponerse de forma diferente en el mundo; pues mientras disfrutamos de las cosas en vez de padecerlas, “el cuerpo adquiere con esa fruición una nueva disposición, por la que es determinado de otra forma y se excitan en él otras imágenes de las cosas y, al mismo tiempo, el alma comienza a imaginar y a desear otras cosas”.76 Esto es lo que significa ser adecuado en el mundo, como bien lo ha expuesto Deleuze en sus clases sobre Spinoza,77 es una disposición que refleja no sólo nuestra utilidad, sino también nuestra integración armónica con el todo; el no estar peleados con el mundo ni con nosotros mismos, el saber qué cosas son convenientes a nuestra supervivencia y qué cosas no lo son. Así, emerge un contento de sí, y por tanto una mayor potencia propia, aunque nuestra capacidad filosófica no alcance las alturas del absoluto. Sin necesidad de recurrir a la religión o a un Estado impositivo (como propondrían Descartes o Leibniz), el común de las personas puede, según Spinoza, apelar a un nivel de autoconocimiento y amor que viene total y completamente de la razón, jamás de la esperanza o el miedo, y significa que vale tanto el conocimiento de lo finito como de lo infinito.
Como expresión máxima del racionalismo, el spinozismo ahonda con quirúrgica precisión en la realidad humana; pero ofrece, a pesar de su dura fachada, una lectura benevolente (afecto que Spinoza vincula con la compasión como una forma de sentir lo que el otro siente al saberlo semejante a uno). Ofrece, así, una definición de la razón como búsqueda de las cosas comunes, que se expresa tan adecuadamente en los afectos que hacen que nos estremezcamos con el dolor del otro o que nos alegremos con su alegría; como en los teoremas matemáticos que muestran el parecido o las ratios entre superficies. Es una razón que, por ello, resulta ser no sólo una facultad maquínica, puramente teorética y estéril en el tratamiento de las cosas más humanas. Lo racional, en el spinozismo, es esta actitud práctica que deriva en la comprensión de sí mismo, en la posibilidad de volverse sujeto libre y en la capacidad de unirse a otros por semejanzas, por ideas compartidas, por afinidades emotivas e intelectuales. Una época que se muere de disensión y que encuentra en el odio una forma de militancia, si bien necesaria, justificada e inevitable, puede matizarse a la luz de la doctrina del cultivo de los afectos alegres, jamás simples, que nos devuelven a la comprensión del ser humano como un cuerpo y un intelecto capaz de sentir y producir gozo. Al respecto de esto pocas cosas pueden decirse que no parezcan ingenuas o impertinentes en tiempos de crisis como los nuestros; en cambio, parece posible oponer ejercicios de alegría en nuestros actos cotidianos. O como a Borges le gustaba reformular la doctrina del sefardita: la lectura —y la escritura y las cosas que hagamos— debe ser una de las formas de la felicidad —y la firmeza—.
Fuentes documentales
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1. Gilles Deleuze, En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2008.
2. Baruch Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento. Y de la vía con la que se dirige del mejor modo al verdadero conocimiento de las cosas, Colihue, Buenos Aires, 2008.
3. Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Trotta, Madrid, 2000, p. 49 (EIP15).
4. Ibidem, p. 59 (EIP25).
5. Dimitris Vardoulakis, Spinoza, the Epicurean. Authority and Utility in Materialism, Edinburgh University Press, Edimburgo, Escocia, 2020.
6. Lucrecio, De la naturaleza, Acantilado, Barcelona, 2012.
7. Baruch Spinoza, Ética…, pp. 67-73 (EIApx).
8. Ibidem, p. 269 (EVP42e).
9. Idem.
10. René Descartes, Obras, Gredos, Barcelona, 2016, pp. 153-414.
11. Ibidem, pp. 97-152.
12. René Descartes, Los principios de la filosofía, Alianza, Barcelona, 1995.
13. René Descartes, Obras, pp. 461-548.
14. Laura Benítez y José Antonio Robles (Eds.), El problema de la relación mente-cuerpo, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1993.
15. Baruch Spinoza, Ética…, pp. 243-246 (EVprólogo).
16. El juicio de Galileo culmina en 1633 cuando Descartes tiene aún en la imprenta El mundo. Tratado de la luz. Al enterarse, decide retirarlo y se convierte en una obra póstuma. Ver René Descartes, El mundo. Tratado de la luz, Anthropos, Barcelona, 1989. La publicación del Método tuvo lugar en 1637.
17. René Descartes, Obras, pp. 1-72.
18. Ibidem, pp. 97-152.
19. Baruch Spinoza, Ética…, pp. 40-41 (EIP2-6); p. 42 (EIP8).
20. Ibidem, p. 48 (EIP14).
21. Ibidem, p. 40 (EID1-8).
22. Ibidem, p. 40 (EID1).
23. Ibidem, p. 53 (EIP17).
24. Ibidem, p. 47 (EIP12).
25. Ibidem, p. 60 (EIP28d).
26. Ibidem, p. 132 (EIIIP6d).
27. Ibidem, p. 85 (EIIP11).
28. Ibidem, p. 87 (EIIP13).
29. Ibidem, pp. 87-88 (EIIP13e).
30. Ibidem, pp. 87-88 (EIIP13e[b]).
31. Ibidem, p. 93 (EIIP15).
32. Ibidem, p. 86 (EIIP12).
33. Ibidem, pp. 128-129 (EIIIP2e[b]).
34. Julien Offray de la Mettrie, El hombre máquina, Editorial Universitaria, Buenos Aires, 1962.
35. Lucrecio, De la naturaleza.
36. Baruch Spinoza, Ética…, p. 88 (EIIL1).
37. Ibidem, p. 126 (EIIID3).
38. Gilles Deleuze, En medio de Spinoza.
39. Idem.
40. Baruch Spinoza, Ética…, p. 135 (EIIIP11e[a]).
41. Ibidem, p. 133 (EIIIP7).
42. Gottfried Wilhelm Leibniz, Disputación metafísica sobre el principio de individuación, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2009.
43. Luis Ramos-Alarcón Marcín, La teoría del conocimiento de Spinoza, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2020.
44. Diego Tatián, “Potencia de la imitación” en Círculo Spinoziano Revista de Filosofía, Red de Investigación Innovación Desarrollo y Estadística, Tijuana, vol. 2, Nº 3, junio de 2022, pp. 22-36.
45. Bernat Castany Prado, Una filosofía del miedo, Barcelona, Anagrama, 2022.
46. Baruch Spinoza, Ética…, p. 269 (EVP42e).
47. Ibidem, p. 51 (EIP15e[g]).
48. Ibidem, p. 95 (EIIP17e).
49. Gottfried Wilhelm Leibniz, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Alianza, Madrid, 1992.
50. Baruch Spinoza, Ética…, p. 149.
51. Ibidem, p. 148.
52. Ibidem, p. 149 (EIIIP33d).
53. Ibidem, p. 149 (EIIIP34d).
54. Ibidem, p. 149 (EIIIP35).
55. Idem.
56. Ibidem, p. 150 (EIIIP35e).
57. Gabriel Albiac, La sinagoga vacía: un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, Tecnos, Madrid, 2013.
58. Baruch Spinoza, Ética…, p. 126 (EIIID2).
59. Ibidem, p. 111 (EII44e).
60. Ibidem, p. 168 (EIIIP59e[b]).
61. Ibidem, p. 177 (EIIIaf42ex).
62. Ibidem, p. 168 (EIIIP59e[b]).
63. Ibidem, p. 137 (EIIIP15).
64. Vidal Peña García, El materialismo de Spinoza. Ensayo sobre la ontología spinozista, Biblioteca de Filosofía/Revista de Occidente, Madrid, 1974.
65. Baruch Spinoza, Ética…, p. 126 (EIIID2). Las cursivas se encuentran en el original.
66. Ibidem, p. 201 (EIVP28).
67. Ibidem, p. 249 (EVP6).
68. Ibidem, pp. 263-264 (EVP36 y EVP36e).
69. Ibidem, p. 258 (EVP25).
70. Ibidem, p. 205 (EIVP35c1).
71. Ibidem, p. 206 (EIVP35e).
72. Ibidem, p. 168 (EIIIP59e[a]).
73. Ibidem, p. 251 (EVP10e[a]).
74. Ibidem, p. 267 (EVP41).
75. Ibidem, p. 168 (EIIIP59e[a]).
76. Ibidem, p. 168 (EIIIP59e [c]).
77. Gilles Deleuze, En medio de Spinoza.